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Metafísica playera

Nos conminan, Catalunya creix, a que pasemos el verano reflexionando sobre lo mucho que crecemos. Es cierto, crecemos. Para comprobarlo, basta con ir a nuestras inigualables playas, esos cuartos de baño públicos donde miles y miles de cuerpos serranos se ponen cremas, se frotan con toallas y exhiben sus diplomas en esa moderna asignatura de programar el cuerpo. Da gusto ver como tanta gente, a la vez, se pone de acuerdo en decidir libremente que un centímetro menos de cadera, un gramo menos de grasa, una batalla ganada a la celulitis y una crema bien aplicada resultan ser paradigma de crecimiento civilizatorio. ¡Progresamos! Nunca tantos se habían puesto de acuerdo en que detalles como ésos son símbolo certero de que todo va bien. Cuando las personas son capaces de mirar críticamente su cuerpo y de decidir transformarlo en un anuncio de yogurt o en una réplica de la muñeca Barbie es que el crecimiento colectivo es algo más que pura materialidad física: en las playas catalanas se exhibe, pues, la medida justa del crecimiento espiritual. Tener el cuerpo bajo control, incorporarlo al plan de vida, domesticarlo, disciplinarlo y, en fin, señorearlo en un crecimiento armónico acaba siendo una imagen de marca, no sólo individual, sino de un país entero. Si todo eso se completa con benevolente y tolerante conmiseración hacia los que no pueden seguir, es decir, gordos, viejos y gentes con bañadores completamente demodés, es que el ideal de solidaridad ha calado en lo más hondo de la comunidad. No entiendo como tanto politólogo sapientísimo no ha reparado en tan trascendente asunto que indica la capacidad de perfección a la que, como colectivo, aspiramos: un atractivo más que ofrecer a la humanidad. Además, es evidente que también en eso estamos por encima de los estándares, no sólo del resto de España sino también de Europa. En nuestras playas no sólo hay cada vez menos michelines superados a costa de no se sabe qué inconfesables sacrificios, sino que se vive la pluralidad enriquecedora de nuestro presente. Salvo el natural racismo contra las formas espontáneas y naturales del propio cuerpo, pura disciplina y espíritu de superación desde luego, no existe racismo alguno: aquí todo el mundo quiere, además de estar delgado, estar también moreno y, así, gambianos o marroquíes se integran, con suma facilidad, en este festival de solidaridad colorista de pieles mestizas. En nuestras playas es necesario acercarse mucho a cada una de estas realidades corporales para apreciar cualquier frontera social. Si bien es cierto que una crema muy cara siempre produce pieles más satinadas y aristocráticas, no es menos evidente la bondad favorecedora de cualquier producto de supermercado. La playa catalana, pues, no sólo aniquila a las clases sociales sino que se convierte en una postal inigualable de nuestro crecimiento en Bienestar Social: todos, incluidos turistas, inmigrantes o nativos, parecemos iguales. ¿Qué más se puede pedir? Pues aún hay, en esa extraordinaria manifestación de desarrollo autóctono, más signos inequívocos de crecimiento caracterológico: aquí hemos combinado, en la playa y todo a la vez, el espectáculo, la diversión y el relax. Ver pasar a una chica guapa, a un vendedor de helados, a un señor cargado de michelines, a una falsa lagarterana con manteles o a un chaval provisto de una radio ultrasónica, escucharles en sus llamadas de atención, oír la alegría bullanguera de los jugadores de volei-playa o de las familias en excitantes vacaciones es un espectáculo tan divertido y, al tiempo, relajante en su monotonía visual y sonora que ni Walt Disney lo hubiera diseñado mejor. Total: crecemos a base de bien. La playa también es un barómetro de crecimiento identitario. Y de qué modo.

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