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34º FESTIVAL DE JAZZ DE SAN SEBASTIÁN

Lección magistral de Max Roach

En su tercera noche el Festival de Jazz donostiarra recuperó los espacios por los que ha deambulado en los últimos años: el salón de plenos del Ayuntamiento y la plaza de la Trinidad, lugar emblemático que ya acogió los primeros conciertos en 1966. Regreso a las raíces que no significó el abandono del flamante Kursaal donde, antes y después de los conciertos grandes, se ofrecen actuaciones gratuitas que no por la falta de pago dejan de ser interesantes. Los valencianos Sedajazz defendieron ese espacio ante un público numeroso que se dejó arrastrar por sus magníficos arreglos latinos.También fue numeroso el público que se acercó a los conciertos de pago: las entradas se agotaron en la Trini. La expectación se la repartían Branford Marsalis y Max Roach y no decepcionaron: la velada fue de aquellas que fatigan por la intensidad de lo escuchado.

Al mediodía, un Max Roach sonriente y afable había recibido el Premio Donostiako Jazzaldia por su trayectoria profesional (¡más de 50 años golpeando la batería y tan joven como el primer día!). Recibió el galardón a cuatro manos (en realidad, lo recibió dos veces) del alcalde donostiarra, Odón Elorza, y del director del festival,Miguel Martín. Don Cheatham, Phil Woods, Hank Jones, Steve Lacy y Chick Corea tienen ya en sus vitrinas ese mismo premio (una reproducción de la plaza de la Trinidad), creado en 1994 tal vez en recuerdo de aquellos concursos de aficionados que marcaron la primera historia del festival.

Por la noche, Max Roach ejerció de gran maestro y consiguió crear en la Trinidad un silencio de esos que se cortan con una hoja de afeitar tocando en solitario durante 40 minutos. Tras un concierto apabullante como el que había ofrecido Marsalis, una batería perdida en el escenario parecía una provocación, pero fue todo lo contrario. Roach exploró las infinitas posibilidades del instrumento en una master class tan fascinante como hipnótica que concluyó con su histórico solo de charles dedicado a Jo Jones. Increíble: ¡este abuelete, sentado ante un simple charles, es capaz de extraer mucha más música que toda una orquesta!

Tras ese alarde, Roach presentó al pianista Randy Weston. Sonoridades africanas caminaron solas por el teclado mezclando un suave toque impresionista con la fuerza de unos ritmos envolventes y seductores. El toque de Weston es de los que marcan diferencias. Cuando Roach se le unió, el primer recuerdo fue para Ellington y, a partir de ahí, crearon un diálogo como sólo dos músicos grandes como un rascacielos son capaces de entablar, que arrancó una ovación difícil de olvidar. Los músicos acabaron también aplaudiendo al público; ambos se lo merecían. Al inicio de la velada, el mayor de los Marsalis le había regalado al público donostiarra otro baño de jazz de la mejor factura. Branford Marsalis caminó por todos los senderos imaginables del jazz actual reescribiendo una historia de futuro en la que no caben referencias ni imitaciones. Marsalis posee una de las sonoridades más bellas del momento y ha creado un estilo que huye de tópicos para zambullirse en sentimientos que le pueden llevar de las baladas de gran calado (líricas, densas y cargadas de silencios estremecedores) a los momentos más libres. El saxofonista juguetea con el ritmo y alterna la calma y la tempestad con clarividente naturalidad y sus músicos le siguen fielmente allí a donde va. Su concierto fue también de los que se recuerdan.

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