Clara y Claudio
Cuando se casaron, hizo ayer cuarenta años, Clara llevó a sus hermanos pequeños de pantalón corto a la iglesia de la Concepción, en Madrid, y se hicieron fotos en las que ella está con la edad de entonces y Claudio, Claudio Rodríguez, su marido, tiene también veinticinco años y se fuma un cigarrillo. Se tomaron fotos y se rieron mucho; siempre se reían. Uno les recuerda en el tiempo reciente y siempre les recuerda riendo, de noche, o al atardecer, y riendo, una pareja riendo. Cuando vieron esa foto de la pareja recién casada riendo y fumando los padres montaron en cólera retrospectiva, pero ni la bronca de entonces ni nada en el mundo desprendió a Claudio del cigarrillo.Tenía la mano así, hecha para el cigarrillo, para el vaso corto de vino tinto, y también para recitar. Recitaba levantando la mano, como si estuviera dirigiéndose a los griegos, y engolaba un poco la voz -la voz era lo único que engolaba- porque en la sustancia de su relación con el público -que eran tres o cuatro, los que le escuchaban en los bares: no le gustaban los saraos, no era un poeta profesional, no era un solemne- había siempre el descreimiento de sí mismo. No sólo no era engreído: era que no se sabía existente. Estaba, era poeta, ésa era su sustancia, pero no se conocía en la nomenclatura.
¿Le quería todo el mundo? Pues, claro, cómo no iban a quererle. Clara, Clara Miranda, su mujer, lo decía ayer un minuto antes de irse a Zamora, a despedirle: costará acostumbrarse a que ha pasado tiempo sin que esté Claudio aquí. Ella le tiene miedo a ese instante pospuesto que convertirá en pasado lo que ahora al menos es presente triste pero próximo.
Y entonces se negaba, como se negó Claudio ante la adversidad, a ponerle demasiado drama a la evidencia, y contó algunos recientes recuerdos del poeta. Claudio leía todos los periódicos; cuando estaba en el extranjero, leía periódicos españoles y también leía los del lugar, y al final del tiempo ya no pudo leer nada; decía Ángel Rupérez, el poeta, en un artículo que retrata muy bien al Claudio cotidiano y que publicó ayer EL PAIS, que siempre estaba interesado por lo que hicieran otros, y para eso leía los periódicos, no para verse; desprendido de sí mismo, fue en los últimos tiempos un espectador alejado de su propia enfermedad: iba con Clara al médico y luego salía canturreando, preocupado por otras cosas contingentes de la vida, pero jamás reclamó un análisis.
La muerte deja las casas vacías, y deja vacíos imposibles de llenar; siempre hay el día después de las casas que de pronto se vacían de alguien, cuando ya no importe, que decía Onetti; después uno llega a las casas y siempre hay sobre la mesilla de noche, en los lugares íntimos de la vida, las huellas que siempre fueron las huellas de los hábitos, y Clara hablaba ayer de las libretas de notas en las que Claudio escribía y escribía su encuentro cotidiano con la vida, y que ahora están, sin mano y sin voz y sin futuro, sobre la mesa en la que también guardaba los objetos que eran su amuleto.
Fue escritor muy temprano, y a los diecisiete años -él escribe que fue a los diecisiete, otros dicen que más tarde, a los diecinueve- ya descubrió que escribir era la vida; la existencia -la existencia de los poetas, en tantos casos- profesionaliza, hace que el descubrimiento primero se convierta en un modo de vivir, de aparentar. Nunca llegó a eso; no quiso enterarse: como no se quería enterar de la perentoriedad de los resultados médicos, tampoco se expuso al conocimiento público; esos recitales privados que daba por las noches eran ya de alta madrugada, y nunca eran de poemas suyos, y acaso jamás tampoco eran de poemas: levantaba las manos como si las expusiera al aire para dejarlas allí y decía palabras solemnes o inventadas para reírse de sí mismo y del tiempo, y lo hacía con la voz nasal que acompañaba con el brillo especial, infantil, de sus ojos imborrables.
Clara dice que volverá a Zarautz este año, como todos los años, y ahora sin Claudio. Claudio Rodríguez era una visita habitual en este lugar del mar. Desde ayer descansa en Zamora, la otra zeta de su vida, el final del abecedario del tiempo que él descubrió como un mendigo del aire que camina y camina para encontrar al niño que se le fue. "Dichoso el que un buen día sale humilde /y se va por la calle, como tantos / días más de su vida, y no lo espera, / y de pronto, ¿qué es esto?, mira a lo alto / y ve, pone el oído al mundo y oye, / anda, y siente subirle entre los pasos el amor de la tierra, y sigue, y abre / su taller verdadero, y en sus manos / brilla limpio su oficio". Un tipo limpio, un niño. Clara lo supo, rieron juntos, una pareja feliz riendo.
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