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Acuse de derribo

Siempre he tenido a los arquitectos entre mis afectos más extremos, aquellos sentimientos que pasan de la admiración más rendida a la indignación más violenta. Los arquitectos tienen en sus manos el privilegio de una de las posibilidades más fascinantes del ser humano: la recreación del espacio. Ser capaz de elevar a la categoría de arte, a la naturaleza de "mundo", un proceso que parte de una necesidad primaria, de un imperativo básico (un techo con que protegerse de las inclemencias del cuerpo y del espíritu), es una de las tareas más sugerentes que pueda emprender la inteligencia.Por eso detesto de tal modo a esos arquitectos ramplones que ponen su técnica (que no su talento) al servicio de la especulación agresiva, o a esos arquitectos pretenciosos a quienes las palabras belleza o armonía suenan mal, o a esos arquitectos timoratos, incapaces de poner su imaginación al servicio de nuestro deleite, o a esos arquitectos que, simplemente, tienen el gusto en el gotelé y campan por sus respetos, que no son otros que los nuestros.

Los arquitectos admirables, envidiables, son los que saben que el espacio es sagrado (esencial, inconmensurable, imposible de desvirtuar) y que, por tanto, sólo hay una manera de intervenir en él: siendo él. Para fundirse con el espacio, estos admirables osados (casi ingenuos, como cualquier creador) miden, calculan, valoran, trazan, disponen, erigen; pero lo que en realidad realizan (concienzudos geómetras sobre sus mesas de trabajo, poéticos dibujantes de ideas en el aire) no es otra cosa que el objeto de nuestra mirada, que la reconstrucción de nuestro paisaje. Ser el artífice del paisaje de los otros requiere generosidad, sensibilidad y genio, es decir, excelencia. Y ser generoso consiste en querer dar a los demás lo mejor; ser sensible consiste en saber que los demás, siempre, recibirán lo mejor; ser genial consiste en poder ver y crear "eso mejor". Y lo mejor, en la norma o en la ruptura, es la belleza, la elegancia, la valentía, la fantasía, el juego, la lucidez. Me imagino una ciudad así, un espacio así reconstruido.

En Madrid, por ejemplo, no hay más que darse una vuelta por el espacio, pasearse (que es un verbo lógicamente reflexivo, pues uno es al tiempo quien pasea y lo que pasea), para comprobar que hay tantos arquitectos indeseables y tan pocos arquitectos excelentes que a estos últimos (a sus obras) debiéramos considerarlos un bien social incontestable. O, para entendernos y en términos urbanísticos, protegidos. Pero no. Pretender que se mantenga en pie un edificio hermoso e incomparable es aquí una ilusión. Porque en la Gerencia de Urbanismo, en la Comisión del Patrimonio, en los ministerios de Cultura y de Obras Públicas, en la Junta Municipal de San Blas, en la Casa de la Villa, es decir, en nuestro gobierno, hay un equipo de trabajo por cuyas cualidades podríamos considerar una pandilla de gamberros (sí, esa palabra que utilizamos para calificar a los que arrasan los fines de semana con las papeleras de plástico o con las cabinas telefónicas). De gamberros peligrosos: como no han catalogado, no han protegido, no se han pronunciado, han retirado el asunto del orden del día, no se han enterado, es decir, no han cumplido con su trabajo (¿vagos?, ¿maleantes?; incultos, iletrados), las piquetas de derribo arrasan ya con el espacio reconstruido en Madrid por el único arquitecto español, Miguel Fisac, que ha expuesto su obra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York: precisamente, qué casualidad, este edificio en demolición municipal conocido por el nombre de La Pagoda.

Como no tenía escaleras de incendios, y no cumplía la actual normativa (¡que elaboran ésos!), o no sé qué, lo cierto es que a partir de ahora, cuando vayamos camino del aeropuerto, ya nunca más seremos ese paisaje de la imaginación hecho de cristal y de hormigón, ya nunca más seremos la estructura de un vuelo de aristas, ya no seremos una respetuosa y elegante contestación al rectángulo, no seremos la posible delicadeza de nuestro más pesado material, no podremos seducir desde lejos como una figura que da vueltas con un vestido de fiesta, como el recuerdo amable de algún templo oriental en el que no estuvimos, seducir como las naves interespaciales de los sueños de nuestra infancia, seducir como el futuro. Ya no.

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