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Tribuna
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Astronautas

Ahora que, como diría el poeta Jaime Gil de Biedma, de casi todo hace ya 20 años, acaban de cumplirse también tres décadas del alunizaje de la nave espacial Apolo XI.Si cierro los ojos, aún puedo ver al astronauta estadounidense Neil Armstrong descender de su nave espacial, caminar medio metro y decir: "Éste ha sido un paso pequeño para un hombre, pero gigantesco para la humanidad".

Esa noche de julio de 1969 yo tenía ocho años, y mi madre predijo que la misión norteamericana no lo conseguiría; así que llegamos a un acuerdo: yo me marchaba a la cama y, si los astronautas llegaban a la Luna, ella me despertaría, me dejaría verlo por la televisión.

Un poco más tarde, los dos estábamos contemplando lo que pasaba y, aun así, apenas éramos capaces de creerlo, porque todo resultaba tan extraño: las voces borrosas y como submarinas de la tripulación, el ruido de las interferencias, la forma del cohete espacial Saturno V, los uniformes tragicómicos de los astronautas y sus movimientos mecánicos, incoherentes.

Todo era muy raro porque era el futuro, un suceso de otra época, destinado a una gente que aún no éramos nosotros y pensamos que nunca lo seríamos.

Estábamos equivocados.

Treinta años después ya nada nos sorprende, quizá porque todo va muy deprisa y nosotros somos demasiados: justo el mismo día del aniversario espacial, el 20 de julio, nuestro planeta ha alcanzado los 6.000 millones de habitantes, más o menos el doble de los que había entonces.

La última noticia sorprendente, que ya no ha sorprendido a casi nadie, es la decisión de las autoridades de los Estados Unidos de América de permitir la clonación de órganos humanos.

De manera que, en un plazo de tiempo seguramente menor del que suponemos, cualquiera podrá fabricarse un doble genético y vivir tres veces más que hoy en día usando sus piezas de recambio.

Imagino que, de ese modo, la raza pasará rápidamente de los 6.000 a los 12.000 millones, las ciudades como Madrid necesitarán duplicar su espacio, sus bloques de viviendas, sus salas de cine, sus parques y los supermercados.

Hasta que necesite irle estirpando el hígado, los riñones o los ojos, el propietario del clon deberá alimentarlo y vestirlo, pero, a cambio, podrá pedirle ayuda para hacer el almuerzo o cargar una maleta, podrá fumar tres cajetillas de tabaco diarias mientras mantiene inmaculadamente limpios los pulmones del otro o hartarse despreocupadamente de comer panceta y fabada asturiana con la seguridad de quien tiene un estómago o un corazón de repuesto.

Tras usar las piezas de su clon, el propietario tendrá la obligación de proporcionarle un entierro digno, de manera que será preciso abrir más cementerios, más funerarias, más fábricas de ataúdes, más parroquias.

Quizá haya que corregir el poema de Dámaso Alonso Hijos de la ira, en el que escribía: "Madrid es una ciudad con más de un millón de muertos", y añadirle otro par de millones o tres. Algunos no querrán una sola réplica, sino varias, tendrán suficientes versiones de sí mismos como para mandarlas en su lugar al trabajo, a mi hija, a los mítines, para que lleven a su mujer a la ópera o acompañen a su marido al boxeo.

Suena imposible, pero ya está aquí.

O quizá no.

Quizás antes venga algo más, algo grande y temible caído del cielo, como la plaga de langostas que va a devastar, dicen, veinte millones de hectáreas del territorio de Rusia.

Las langostas se multiplican con el calor y la Tierra cada vez es más cálida, cada vez tiene más productos tóxicos y menos mares sanos, más cabo Cañaveral y menos supeficies arboladas como la Amazonia. Piensen en eso: un calor abrasador, billones de langostas.

Hoy es 22 de julio del año de 1999 y todo parece tan lejano.

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