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Reconquistas

J. M. CABALLERO BONALD Un síndrome que podríamos llamar de Don Pelayo recorre España con periodicidad implacable. Se trata más bien de una saña endémica que reaparece de improviso y suele circular por ahí con groseros disfraces. Ahora les ha tocado el turno a los magrebíes de Tarrasa, cerca de Barcelona -"archivo de la cortesía, albergue de extranjeros, hospital de los pobres", según don Quijote- y a los musulmanes de Bañolas, otra localidad catalana. Ya se sabe en qué significativa proporción se multiplican esas agresiones xenófobas contra gentes marginadas y casi siempre desesperadas, y más si son moros, negros o gitanos de ostensible pobreza. No importa que abunden los que abominan de esas ignominias, ni que tampoco falten inmigrantes de conductas tan punibles como las de algunos nativos. A lo que ahora me refiero es a lo que he denominado síndrome de Don Pelayo: una especie de variante suburbial del odio, esa guerra latente que se inicia en España al mismo tiempo que la mal bautizada Reconquista y que ha venido emergiendo a rachas en los últimos trece siglos. Recuérdese lo que ocurrió el otro día en el poblado madrileño de Malmea que, aparte de un ruin topónimo, era un mísero asentamiento de medio millar de gitanos rumanos. La policía expulsó a los ocupantes y las máquinas municipales demolieron las chabolas. Una auténtica "limpieza étnica" encubierta con las trampas caritativas de la higiene. Desalojan a unos indigentes, los realojan en tenderetes lejos de todo posible contagio y confunden la erradicación de intrusos con la utilidad pública. Así ha ocurrido siempre, desde la batalla de Covadonga hasta las últimas beligerancias racistas. Persecuciones, humillaciones, ferocidades, menudean en nuestra particular historia de la infamia. Hay un repertorio siniestro de casos al alcance de cualquier memoria, incluida -claro- la andaluza. España, país de emigrantes, apenas tolera a los inmigrantes. ¿Se trata de una venganza instintiva frente a tantas penalidades incrustadas en la experiencia personal? Por supuesto que no me refiero a una xenofobia generalizada, ya que todo el mundo sabe distinguir entre una patera y un yate. El trato que reservamos a los extranjeros tampoco es naturalmente el mismo. Depende. Pero siempre hemos sido expertos en averiguar, y extirpar en su caso, los componentes de sangre herética o los hábitos indebidos que pululaban en nuestra vecindad. Ni siquiera hizo falta ser un skin para alistarse en esa vileza. Algunos cautos observadores apelan a este respecto a la integración, cuando lo más cauto sería hablar de convivencia. La integración siempre supone una abdicación: la de la cultura del débil anulada por la del prominente. Convivir equivale a respetar, a tolerarse mutuamente: eso que ocurrió en la Córdoba califal o en el Toledo de Alfonso el Sabio. La actual y cicatera ley de extranjería ignora sin duda semejante noción de la convivencia, con lo que también secunda indirectamente tantos irregulares atascos inmigratorios. A lo mejor es que cada vez hay más patriotas que añoran la furia detestable de aquel "¡Santiago y cierra España!". Qué peligro.

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