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Palma del teatro

A. R. ALMODÓVAR En el ardiente verano de la campiña cordobesa florece desde hace dieciséis años una planta culturalmente exótica: la Feria de Teatro en el Sur, de Palma del Río. No se comprende muy bien la causa de esta elevada concentración de dramaturgias (33 compañías, 42 espectáculos esta edición) en un pueblo de densos naranjales, aficiones al flamenco y antiguos linajes en trance de rehabilitación. Ni qué tendrán que ver las máscaras más animadas del momento escénico con una historia repleta de aventuras colonizadoras, como que de allí salieron, por vías franciscanas, los plantones de naranjos con que los andaluces llevamos nuestro oro a California, y no al revés. Pues nada, sino la firme voluntad de unos regidores municipales a los que un día les dio por esa chaladura contagiosa, la del teatro, compadecidos seguramente de ver cómo sus laboriosos conciudadanos se empapaban de un estiaje sin remedio. Un ejemplo que debería cundir y que, tras larga experiencia, ha venido a demostrar que el común de las gentes, cuando se les acerca el teatro, constituyen el más firme bastión para este arte acosado por todos los demonios. Y que ni la televisión, con sus múltiples basuras, ni el Internet, ni otras aficiones del tedio y la desdicha, pueden doblegar ya a estos fervientes adoradores de la mentira más cercana a la verdad que existe. Sin distinción de clases ni de edades, todo el mundo va y llena los teatros durante esa semana; ávidos de charanga o drama, comedia, farsa, títere o pantomima. Las más peregrinas propuestas se dan cita aquí, y todas reciben el veredicto de un público cada vez más entendido, sin haber ido a universidad alguna los más de ellos. Como que la vida no necesita de ningún estudio, y el teatro, en consecuencia, tampoco. Al margen del público, son los agentes de este difícil gremio los que han de tratar cada año los asuntos de la profesión. Aquí ya no son tan unánimes las posturas, ni falta que hace. Viejos pleitos entre teatro autoral o teatro colectivo; con mucho texto, con poco o con ninguno; teatro espectáculo o teatro simplemente. Todos los debates se renuevan y los desencuentros soterrados abundan más que los encuentros aparentes. Éste es un oficio muy duro, con mucha hambre histórica, donde cuesta hacerse un sitio, por pequeño que sea. Cierto también que este año ya han empezado a notarse algunos síntomas de desfallecimiento, como si el modelo de Palma se estuviese agotando. La misma euforia un tanto mecánica y formalista, la gratuidad en que se desenvolvían bastantes funciones, estaban delatando un vacío y una decadencia peligrosos. Tal vez parejos a como se manifiesta la sociedad misma en este desmayado y desorientado fin de siglo. Por otro lado, los contratos tampoco llegan, y la extensa red de teatros andaluces -más de sesenta-, en su mayor parte restaurados o construidos con dinero público, apenas se siente aludida por lo que ocurre en Palma. Alguien, desde la Administración, debería discurrir cómo aprovechar tanto esfuerzo. Con todo, el mensaje global es contundente: todavía es posible el teatro. Y es liberador en lo individual y es integrador en lo colectivo. Nadie ha inventado fórmula mejor para la tan acariciada cohesión social.

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