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Los suburbios

El tren deja la estación de cercanías de Ramón y Cajal y avanza entre muros profusamente ilustrados por diferentes oleadas de artistas del spray. Luego pasa entre bloques de edificios de reciente construcción y emerge en un descampado desolador, desmontes y solares ocupados por endebles barracas, casetas ruinosas y estrambóticas que se mantienen en pie apoyándose las unas en las otras en inestable equilibrio, como un castillo de naipes que un soplo de viento podría desbaratar. Parece como si el moderno tren de dos plantas hubiera atravesado el túnel del tiempo. Bienvenidos a los suburbios, campos de soledad, mustios collados, senderos borrosos delimitados de escombros y míseros matorrales por los que circulan al anochecer, con pasos vacilantes, yonquis anoréxicos y famélicos que no buscan sustento, sino destrucción.

Si no fuera por la droga, por los modernos automóviles y por alguna que otra antena parabólica, el paisaje sería casi idéntico al de un ayer de hace más de cincuenta años, ese paisaje capaz de entristecer incluso a un personaje de tan menguada sensibilidad como Francisco Franco.

En Madrid. Historia de una capital, Santos Juliá recoge estas insólitas lamentaciones del "caudillo": "Yo he sentido siempre tristeza de contemplar esos suburbios miserables, esa barriadas que le rodean, esas casas de lata".

Hoy, gitanos rumanos de Malmea; ayer, campesinos castellanos, manchegos, andaluces y extremeños, desertores del arado les llamaban los madrileños impertinentes, una legión desharrapada y miserable que infundía, y sigue infundiendo, pavor a los ciudadanos de orden y de ley. En los años de posguerra, siniestros informes policiales, hinchados de burdas pretensiones psicológicas, identificaban categóricamente la enfermedad moral y la física, la miseria económica y la desviación política. Las taras del cuerpo y las penurias monetarias eran castigos divinos, plagas bíblicas que el Dios de las Batallas enviaba a los vencidos, por ateos, masones y librepensadores.

Para que Su Excelencia no se entristeciera, se levantaron murallas de edificios como barricadas para defenderse de las turbas y borrarlas de la vista. La Castellana se prolongaba en generalísima avenida y tapaba los proletarios Cuatro Caminos, Tetuán de las Victorias y las casitas bajas de los barrios inmigrantes.

A la sombra de las torres de KIO, horcas caudinas de la especulación y el pelotazo, las viviendas provisionales, los barracones prefabricados de los sufridores del barrio de La Ventilla. Un contraste brutal que reflejó el ojo multifacético de Almodóvar en Carne trémula, un botón del surtido muestrario de la impiedad urbanística.

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La muralla va a continuar del otro lado de la plaza de Castilla, más allá de La Paz, donde algunos refugiados de Malmea han acampado simbólicamente en una pausa de su infeliz éxodo.

La autoridad municipal insiste en sus viejos e insolidarios métodos. Que se vayan a acampar a otra parte. Esto es Madrid, y en Madrid no caben los asentamientos ilegales que entristecen a las buenas gentes y nos hacen quedar mal con nuestros visitantes.

Así argumenta, inmisericorde, una edil de nuestro Consistorio en plena celebración de la feliz iniciativa de sus compañeros, que han decidido aumentar un 25% la edificabilidad de la Castellana prolongada y construir 14.000 viviendas de precio libre.

Nada de vivienda social o subvencionada, vivir en esta noble zona no debe estar al alcance de cualquier pelagatos. Nada de bloques económicos y mediocres.

Informa el Ayuntamiento de que el aumento de edificabilidad se destinará a levantar rascacielos y edificios singulares. Una pluralidad de edificios singulares con un mínimo de 10 plantas, salpicados por 10 ó 12 singularísimos rascacielos desde cuyas terrazas podrá contemplarse a vista de pájaro cómo montan y desmontan sus campamentos para irse cada vez más lejos los parias de la tierra de nadie, en plena desbandada ante la singular pujanza del urbanismo que abanderan el Ayuntamiento y la Comunidad.

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