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Sobre el delito de negación de hechos históricos

José Luis Díez Ripollés

El artículo 607.2 del llamado Código Penal de la democracia castiga con una pena de prisión de uno a dos años, entre otras conductas, la de difundir ideas que nieguen que hayan existido en un determinado momento histórico prácticas genocidas. El anuncio por una sección de la Audiencia de Barcelona de que se dispone a cuestionar la constitucionalidad de semejante precepto, a lo que le ha dado pie un recurso de apelación relativo a la condena de un librero que vendía en su establecimiento libros que negaban el genocidio sufrido por el pueblo judío, ha suscitado el rechazo de ciertas asociaciones e intelectuales que consideran que la libertad de expresión no puede amparar al revisionismo histórico. Conviene destacar, en primer lugar, que, en contra de lo que se viene diciendo en los medios, el citado precepto no constituye una figura de apología del genocidio. Sí que se podía considerar tal cosa el artículo137 bis b) del viejo Código, que exigía que la negación de esos hechos históricos se realizara de modo que constituyera una incitación directa a volverlos a cometer. Sin embargo, el precepto sufrió una modificación sustancial en el debate del Senado sobre el nuevo Código, a partir de una enmienda del Grupo Popular, que le hizo perder su conexión con lo que es la apología. En efecto, nuestro Código castiga una serie de actos preparatorios de un delito, como la conspiración, proposición y provocación para delinquir, siempre que vayan referidos a delitos especialmente graves; y en ese contexto ha introducido, también excepcionalmente, el castigo de la apología de determinados delitos, pero con la importante salvedad de que debe constituir una incitación directa a cometer un delito. Por el contrario, el artículo 607.2, además de ampliar notablemente el elenco de conductas habitualmente consideradas apologéticas, elimina justamente este último requisito.

Nos encontramos, por consiguiente, ante la criminalización de actitudes intelectuales que pretenden, por lo general sin ningún fundamento científico, cuestionar los análisis historiográficos consolidados sobre la aparición de comportamientos de exterminio de grupos humanos en cualesquiera épocas históricas. En definitiva, se mete en la cárcel a quien realice ciertas reinterpretaciones históricas poco o nada fundadas. Desde luego, a quienes nieguen el holocausto nazi, pero también las campañas de exterminio de Stalin, la aniquilación de los armenios por los turcos a principios de este siglo, la destrucción de numerosas comunidades indígenas americanas por los colonizadores españoles y europeos en general -¡qué bien nos hubiera venido este delito a los escolares de los años cincuenta para arreglar cuentas con más de un insoportable profesor de historia de España!-, el arrasamiento de Cartago por Escipión Emiliano o las crueles prácticas guerreras de Atila, por no citar ejemplos de hoy mismo que están presentes en la mente de todos. No sé si los historiadores rigurosos andan tan agobiados por el diletantismo entre sus filas como para agradecer tal ayuda del derecho penal, pero, como penalista, me atrevo a decirles que nosotros no tenemos mayor interés en echarles una mano.

No cabe enmascarar la auténtica naturaleza de este delito propugnando interpretaciones restrictivas que limiten su aplicación a los casos en que tales revisiones históricas vayan acompañadas de juicios peyorativos y humillantes para los integrantes de tales colectivos: ello no viene exigido por el precepto, y si lo que se quiere es asegurar el castigo de tales afirmaciones injuriosas referidas a colectivos humanos, no se entiende por qué ello haya de estar condicionado a una previa actitud de revisionismo histórico. Tampoco convence la afirmación de que el castigo se funda en que se da una incitación subliminal o indirecta a prácticas genocidas, porque, además de la inseguridad jurídica que un concepto tan vago crea, el propio Código Penal no ha olvidado castigar en su artículo 615 la incitación directa a la comisión de actos genocidas, sin sentir la necesidad de aclarar que ésta puede ser también indirecta. En definitiva, a lo que más se parece el precepto que criticamos es al artículo 432 del viejo Código, el cual, hasta 1988 castigaba a quien "expusiera doctrinas contrarias a la moral pública", y que fue derogado por estimarse contrario a las libertades ideológica y de expresión.

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Pero la cuestión pendiente es cómo ha podido entrar semejante precepto en nuestro nuevo Código. A mi juicio, hay varias razones. Ante todo, el incontenible avance de las prácticas de legislación simbólica. Los poderes públicos han descubierto que pocas cosas hay electoralmente más rentables que la transformación en delito de cualquier conducta que suscite rechazo social. A ello les impulsa, sin duda, una sociedad carente de una arraigada moral civil, que ha terminado por identificar su código moral con el Código Penal. Pero ese empobrecimiento moral ha sido fomentado por unos poderes públicos que ven en el derecho penal el recurso perfecto para eludir sus responsabilidades. En este caso, nada mejor, ni más barato, que criminalizar conductas, antes que desarrollar políticas de integración social, de generalización de actitudes reconocedoras de la pluralidad cultural de nuestras sociedades.

En segundo lugar, la paulatina uniformización ideológica de la autodenominada sociedad pluralista moderna, que tolera cada vez con más dificultad opiniones alejadas del canon de lo políticamente correcto, probablemente por la profunda desconfianza que tiene en su capacidad para contrarrestar espontáneamente opiniones contrarias a sus postulados básicos. En lugar de preguntarse por su escasa capacidad de reacción y los instrumentos para superarla, encarcela al disidente.

En tercer lugar, lo que podríamos llamar, remedando el concepto de derecho comparado, el "papanatismo comparado". Pareciera con frecuencia que nuestro país estuviera incapacitado para razonar jurídicamente de modo autónomo, sin necesidad de acudir al argumento de autoridad consistente en que eso es lo que se hace en otros países occidentales. Sin pretender una autarquía ideológica que tantos males nos ha traído en nuestra historia reciente, no se entiende por qué debemos importar con tanta frecuencia soluciones jurídicas que responden a condicionamientos históricos y culturales ajenos a los nuestros.

En resumidas cuentas, este precepto constituye un ejemplo más de cómo el derecho penal está dejando de ser el último instrumento del que dispone la sociedad para mantener el orden social. Su utilización está cada vez más alejada de ese principio de intervención mínima que nos dice que su empleo debe reservarse para los ataques más graves a los bienes más importantes para la comunidad, y aun verificando entonces que no haya otros medios de control social, jurídicos o no, más eficaces y menos dañosos. Y es que, si se me permite citar una bella frase, el derecho penal, como la lechuza de Minerva, levanta el vuelo sólo al atardecer.

José Luis Díez Ripollés es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Málaga.

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