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Tribuna
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Timbales y clarines

El coso pamplonés ofrenda un pasmoso duelo de espadachines entre su ceremonial etiqueta y el follón más vocinglero que imaginarse cabe. No hay plaza de toros en España con liturgia más recargada y con bullicio más embarullado. Este contraste es la quintaesencia de todo el discurso festivo, mixtura de rito y guirigay, de tradición y anarquía. Son los sanfermines. Timbaleros, clarineros, gaiteros, pamplomúsicos, alguaciles, mulilleros, monosabios, toreros, banderilleros, picadores y presidentes de las corridas forman el barroco regimiento de los tipos protocolarios. Los de la algarabía campan por sus respetos en desgobernada tribu.

La autoridad se ejerce por un concejal o concejala ataviados con gran prosopopeya. Los ediles visten frac, pajarita, chistera y guantes blancos, como si fueran a la ópera. Ellas lucen con unos trajes de inspiración roncalesa. El torilero parece un dantzari, los gaiteros entonan alegres músicas mientras los banderilleros colocan los palos y los uniformados músicos de la Pamplonesa premian la faena con sus pasodobles.

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Pero los personajes de más tronío y postín son los timbaleros y clarineros, que hacen sonar los toques para el inicio de la lidia y los cambios de tercio.

Los timbales se tocan con mazas de barba de ballena, terminados en una bola de madera recubierta de esponja. Pertenecen a la raza de los tambores, pero son más finos y orquestados. Los de Pamplona, semiesferas huecas de cobre y piel tensa, ostentan gualdrapas bordadas con escudos y tienen patas. Los timbaleros van enfundados en galoneadas libreas azules, y debajo muestran chalecos, calzones y medias escarlatas, portan zapatos de hebilla y se cubren con altivos bicornios. Cuando actúan adoptan la pose y figura que cumple a su sonoro arte y aporrean elegantemente los timbales o resoplan los claros clarines que relucen al sol. Sus intervenciones más conspicuas tienen efecto al salir o entrar el Ayuntamiento en corporación en sus desfiles procesionales y ciudadanos.

Los munícipes tienen otros ilustres acompañantes: los txistularis, que visten como los timbaleros; los maceros, que evocan a los custodios de la Torre de Londres; los multicolores dantzaris, y los guardias, de gala y casco emplumado. Pero esta lucida escolta no asiste a los toros. Ni tampoco la comparsa de gigantes y kilikis. Sería demasiado. El rito engarza toda la corrida, desde el paseíllo, ese cordón de oro viejo tendido en el redondel, hasta la tumultuosa salida de las peñas, con sus pancartas ondeando al brincar de los mozos.

La merienda es momento insustituible y para no ser descrito. Aquí se dispara la fantasía gastronómica y pueden verse suculentos ajoarrieros, sabrosas magras, estofado de toro, bonito con tomate, cordero en chilindrón... y hasta polvorones y garrapiñadas.

El contrapunto lo brindan los excesos que se cometen por los llamados patas, que arrojan harina, cola-cao, arroz y pócimas variadas por los tendidos de sol. El ratico que sigue a la merienda suele ser el más peligroso para quienes soportan estas descacharradas gracias. La factura por limpiar la plaza cuesta a la Casa de Misericordia 15 millones de pesetas, porque, eso sí, al día siguiente, cuando los alguaciles abren el paseíllo, el albero pamplonés es una patena y el ambiente de los tendidos abarrotados no tiene igual.

Y, de nuevo, timbales y clarines, con empaque palaciego, anuncian el comienzo de la lidia.

Pedro Lozano Bartolozzi es profesor de la Universidad de Navarra y escritor.

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