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VERANO MUSICAL DE SEGOVIA

Perfección y magia

Es normal que un ciclo de cámara, planteado con cierto rigor, guarde un nivel de alta calidad y en ningún caso ha faltado en la convocatoria segoviana de su XXX Semana, iniciación del denominado Verano Musical. Sin embargo, rara vez se produce el "hecho mágico" que excede toda previsión, en el que se produce un raro contacto, un compromiso emocional entre intérpretes y público. Fue el caso, ya comentado, de los grandes maestros, principalmente italianos, con Ricci, Ciuriana, Martín o Serrano en cabeza. No tardó mucho en repetirse la experiencia gracias al superlativo encanto de la soprano María Orán y de su colaboradora, Chiky Martín. Comenzó María Orán con la cantata Dopo tante e tante pene (Después de tantas y tantas penas), de Benedetto Marcello, nobile veneto dilettante di contrappunto, nacido en Venecia, 1686 y muerto en Brescia, 1739. Harán bien los comentaristas en no confundir este género de dilettantismo con la condición de aficionado tal y como se entiende en nuestra época. También Albinoni se autotitulaba dilettante y, como Marcello, fue todo un maestro. Maestría total y emoción intensa emanan de esta breve cantata dispuesta en forma de dos arias separadas por un recitativo, que escuchamos al dúo María Orán-Chiky Martín en una versión conmovedora. No cabe olvidar la fuerte impostación italiana de cuanto escribió Marcello, el célebre autor de El teatro a la moda (Venecia, 1720), pero tras el carácter vino la fusión íntima de lo popular y lo culto, que determinó la corriente nacionalista, en Dvorak, García Abril y Falla. Populismo de dato, en el bohemio y el gaditano y más de raíz y carácter en García Abril. Dvorak escribió en unos días de 1880 sus Melodías tziganes, sobre textos de Adolf Heyduk (1835-1923), una de las cuales ha alcanzado amplia difusión y numerosas transcripciones (Cuando mi madre me enseñó a cantar). Cuidó el compositor la diversidad de matices expresivos a partir de un repertorio nómada, fugitivo, pero bien definido. Y el talento de la Orán recorrió todos los "temperamentos" y "sentimientos" con perfección y palpitaciones de alto vuelo, asistida por el pianismo de Martín, siempre identificado, estrechamente fundido con la palabra poética y su metamorfosización lírica.

García Abril, nuestro autor turolense, acogió la sutileza poética de María de Gracia Ifach (seudónimo de Josefina Escolano) cuando iniciaba su carrera. No obstante, allí están los componentes fundamentales de su lírica efusiva desde la que abordaría luego los versos de Bécquer, Gerardo Diego, Rosalía o Lorca a los que sumó las dedicaciones a Chopin de Hierro, Rosales, García Nieto o Antonio Gala en el ciclo de Canciones de Valdemosa, de 1978, estrenado por Ángeles Chamorro y José Tordesillas y encargado por la Compañía Telefónica cuando contaba con los servicios de Santiago Galindo Herrero, gran promotor cultural desde los puestos que ocupó (Ateneo, principalmente). También aquí hay una perla de especial belleza: A pie van mis suspiros, aunque, a decir verdad, no queda a la zaga una página como No por amor, no por tristeza, tan específica de la vena de Gala de la de García Abril. Y para terminar, Manuel de Falla y sus modélicas Siete canciones populares que María Orán siente y entiende como quiso don Manuel: popularistas en la esencia, la temática y el dato y refinadamente cultas en el sabio y preciso tratamiento pianístico.

La ovación, tras cada serie y al final, tuvo aire de excepción y se hizo necesaria la prolongación del recital con hermosísimas creaciones de Sorozábal/Baroja (Te acuerdas de aquella tarde, de la ópera chica Adiós a la bohemia) y el Fado de Ernesto Halffter basado en el recogido y armonizado por Alejandro Rey Colaço (Tánger, 1854-Lisboa, 1928). El patio del Alcázar inundó su geometría rectilínea de luces y sensaciones mágicas por obra y gracia del arte nobilísimo, puro y hondo de María Orán y Chiky Martín.

El resto de la semana han sido dos jornadas a cargo de otras tantas formaciones británicas. La Wallace Colection, de metales, integrada por espectaculares virtuosos, femeninos en sus dos terceras partes, cultiva un repertorio que va desde las Músicas del Rey Sol hasta los musicales de Bernstein, pasando por las Variaciones-Purcell y el Funeral ruso, de Britten. La London Chamber Orchestra, que dirige su concertino Christopher Warren-Green, basa su acción en la música pretérita pero se interna con igual fortuna en el españolismo poético de Turina, con la Oración del torero, o nos descubre, con penetración paleológica, las secretas galerías de Shostakóvich en su doliente Sinfonía de cámara, versión orquestal autorizada del Cuarteto nº 8, que realizó Rudolf Barshai. Pentagramas magistrales, tremendamente dramáticos y desolados y desarrollados con sabiduría a partir de un breve diseño de cuatro notas. Los dos conjuntos, más los solistas (John Wallace, espléndido trompetista; los violinistas Warren-Green y Rosemary Furniss), hacen música con perfección, vitalidad e impulso avasallador.

Total: unas noches segovianas tan plenas de magia que hubieran satisfecho al poeta Luis Felipe Vivanco, autor de una de las bellas elegías a la ciudad castellana: los Cuadernos de Segovia.

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