El extranjero
A veces, las cosas se vuelven invisibles cuando te acercas a ellas. Eso es lo que ocurre con las ciudades, tan llenas de misterios conocidos, de maravillas que no vemos quienes las vemos todos los días: al fin y al cabo, la costumbre no es más que una forma de ceguera. Por eso las ciudades necesitan, para no desaparecer, la mirada de los extranjeros. En esta época del año, mientras camina por calles que le parecen abrasadoras, grises e inhóspitas, uno puede recordar lo que fue para él Madrid si contempla con atención a los turistas, puede recuperar el asombro perdido mirándolos a los ojos, observando lo que hay en sus caras cuando atraviesan un parque, se detienen frente a una iglesia o una fachada, señalan una estatua o puente con la mano. Para el extranjero, también está todo ahí, lo bello y lo terrible, las fuentes y los contenedores de basura, las zonas boscosas y los barrios oscuros, pero su reacción ante ello suele ser la contraria a la nuestra: a él lo hermoso le parece el doble de grande, y lo feo o incómodo, nada más que un simple etcétera. Naturalmente que es mucho más fácil y menos comprometido tener recuerdos de un lugar que vivir en él, pero hay un equilibrio, una forma de no convertirse ni en el conformista que ignora los problemas, no quiere reparar en los vertederos o las zanjas o la ornamentación zarzuelera que va multiplicando por plazas y avenidas nuestro alcalde-tunelero, ni tampoco en gente parecida a ese tipo, no sé si real o imaginario, al que Víctor Hugo le preguntó una vez si en el jardín en que estaban había ruiseñores y que, alzando las manos al cielo, le contestó al autor de Nuestra Señora de París y Los miserables: "¡Calle, por Dios santo! ¡No me hable de esas malditas bestias! ¡Cada mañana se pasan horas y horas graznando!".
Las ciudades se vienen abajo o se ocultan cuando estamos en ellas demasiado tiempo y, cuando nos vamos, se reconstruyen a nuestras espaldas. Te vas de vacaciones a otro lugar, a un mundo distinto, casi antagónico, hecho de islas y playas, de merenderos y niños inminentes, y al regresar encuentras el Madrid de las primeras veces, otra vez nuevo y sutil, lleno de magia y posibilidades. Hay muchas formas de estar en un sitio, pero ninguna es tan hermosa como la del que sabe ser extranjero en su propia ciudad, enfrentarse a ella igual que dice Gabriel García Márquez que debe enfrentarse un escritor a su próxima obra: tienes que hacer el mismo libro distinto. Hasta que nosotros volvemos, nuestra ciudad se queda en las mejores manos: las manos limpias de los extranjeros.
Por todo eso, da pena cuando uno lee una carta como la del otro día en esta misma sección, firmada por un hombre llamado Hans Schmidt. Era una carta breve, demoledora: "¿Hasta cuándo una ciudad tan inolvidable como Madrid va a permitir ser recordada por los hurtos a turistas en plena calle?" Es una nota terrible, deprimente, significa que el desinterés y la incompetencia de nuestras autoridades le está robando a la ciudad ni más ni menos que su derecho a no ser olvidada, a formar parte de los mejores recuerdos de quienes la visitan para devolverle su propia historia, su propio mito. Ya sabemos cómo son estos tipos que nos mandan, los vemos utilizar vergonzosamete la búsqueda de los restos de Velázquez mientras dura la campaña electoral y retirarse de la expedición arqueológica en cuanto ganan los comicios; vemos cómo pasan de fingir que son mejor de lo que son a convertirse en peores de lo que podíamos imaginar. Por eso la mayoría no tendremos muchas esperanzas de que el grito de auxilio del señor Schmidt llegue a alguna parte, aunque las quejas sobre ese asunto sean cada vez más numerosas y más graves, aunque las denuncias de las víctimas se vayan acumulando en los mostradores de la policía más ineficaz de todo el país, según dicen los últimos estudios. Es difícil porque ésta es sólo otra más de esas cuestiones que a los responsables de nuestro Ayuntamiento no le interesan: todo el mundo sabe cuáles son los puntos calientes de esa ruta del mal, los sitios donde se atraca, se dan tirones, se intimida a punta de navaja para hacerse con un puñado de dólares, de marcos, de libras. ¿Por qué, entonces, no se pone un remedio? Aunque, en el fondo, puede que todo esto no sea más que una cuestión de pura lógica: si el alcalde va a seguir destruyendo Madrid, ¿para qué va a querer venir nadie a verla?
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