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Efectos colaterales

Josep Ramoneda

Decía Michel Foucault que no hay estructura que garantice por sí sola el ejercicio de la libertad. Las instituciones democráticas, a lo sumo, contribuyen a protegerla. Sin embargo, la democracia también produce efectos colaterales que dañan la libertad y amenazan a sus propias instituciones. Uno de ellos está ahora de actualidad: el GIL. A menudo, el origen de estos eccemas que desfiguran la democracia es la utilización de los mecanismos democráticos para capear responsabilidades delictivas. Una vez en la política, lo único que se hace es ampliar la trama de la protección de intereses y extender la mancha de corrupción de las instituciones. De modo que, si el Estado de derecho todavía no ha caído en la anemia, estas operaciones sólo son una manera de ganar tiempo. Y, a la larga, más grande será la caída. A menudo, se hacen comparaciones entre Gil y Le Pen. Entre otras muchas diferencias hay una que tiene que ver con la tradición política de uno y otro país. En España, Gil no necesita coartadas. Se permite ejercer su exhibicionismo sin necesidad de hurgar en tradición ideológica alguna, le basta con poner en circulación permanente la infamia y la demagogia. Le Pen necesita cubrirse con todos los oropeles del nacionalismo racista. Y dar a su movimiento un carácter político del que Gil puede prescindir. La ideología identifica de modo inequívoco a Le Pen, pero también le da una mayor estabilidad electoral. Gil puede incluso pasar por gracioso en programas de televisión y radio a los que les tiene sin cuidado que escupa insultos, groserías fascistoides y bromas xenófobas porque sólo les interesa lo que llaman morbo, aunque, en realidad, sea simple acopio de miseria humana. Pero, con su chabacano estilo personal como única coartada, su presencia parece destinada a ser más efímera. Los partidos políticos democráticos tienen siempre dificultades para encontrar el modo y las complicidades para enfrentarse a estos fenómenos. Nunca faltan los aprendices de brujo que especulan con el Gil de turno con la esperanza de perjudicar electoralmente a su adversario. La historia del crecimiento del Frente Nacional en Francia con la complicidad, en algún caso incluso activa, de Mitterrand es ilustrativa. Pero el debate acaba llegando siempre a un mismo punto: ¿es una buena táctica el todos contra Gil? o ¿lo que se hace al convertirlo en enemigo común es reforzarlo?

El GIL no es solo un eccema populista, es el intento de crear zonas impunes en el Estado de derecho. Por eso no se puede mirar a otra parte. Los partidos políticos tienen que practicar la beligerancia ideológica contra quien se pone la democracia por montera. Una democracia se consolida cuando la cultura democrática está arraigada en la ciudadanía. Aunque nuestros partidos hayan hecho mucho menos de lo exigible para que en España creciera la planta erradicada de la cultura democrática, no pueden desentenderse del riesgo de banalización absoluta de la política democrática. Los partidos democráticos no pueden colaborar con el GIL, ni que sea por omisión. Todo acuerdo con el GIL, además de ser democráticamente desmoralizador, introduce al que lo hace en el terreno de la sospecha. Y los gobernantes tienen que asegurar la defensa de las instituciones empezando por la justicia permanentemente amenazada por Gil.

La clase política española ha ido creciendo como una oligarquía emparentada directamente con el poder económico y obsesionada en sus batallitas ante la perplejidad de una ciudadanía que está pasando del escepticismo a la indiferencia. La escasa diligencia en afrontar los problemas de corrupción y la persistencia en la confusión entre lo público y lo privado hace que haya gente dispuesta a dejarse regalar los oídos por cualquier demagogia. La responsabilidad de los ayuntamientos en que los partidos democráticos han desplazado a Gil es enorme. Sería catastrófico que fueran incapaces de conectar con la ciudadanía y hacer una buena gestión.

Aznar ha enviado al PP hacia la moderación. Gil tiene todavía algún voto por barrer, especialmente en sectores de la derecha que esperaban el triunfo del PP como la hora de la revancha. Con esta idea va ahora Gil al asalto de Madrid, buscando desesperadamente la condición de aforado, confiando en que la justicia llegue tarde. Cabe esperar que su proyecto sea tan efímero como otros que le precedieron. Pero, además de firmeza política, el caso Gil exige una firmeza judicial e institucional que, de momento, brilla por su ausencia. No hay que minimizar los efectos colaterales.

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