¿Otra vez el fin de la historia?
"No esperéis demasiado del fin del mundo" (S.J. Lec, citado por U. Eco en El péndulo de Foucault)."Si las teorías no coinciden con los hechos, tanto peor para los hechos". Tal parece ser el lema que guía el pensamiento de Francis Fukuyama, expuesto por primera vez hace diez años y reeditado recientemente con algunos matices (Pensando sobre el fin de la historia diez años después, EL PAÍS, 17 de junio de 1999).
Recordemos brevemente su tesis. Estamos asistiendo al "último paso de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal como forma final de gobierno humano". Este triunfo constituye "el final de la historia en sí". En adelante podrá haber nuevos acontecimientos, pero lo que ha terminado es "la evolución del pensamiento humano". Si esta evolución se refiere al pensamiento del propio Fukuyama, no hay duda de que está en lo cierto: todos los hechos que han sucedido desde entonces no han mermado su fe en una tesis tan metafísica como indemostrable. Lo cual prueba que el fundamentalismo liberal que nutre el pensamiento único no surge de un análisis racional de una realidad compleja, cuyas conclusiones serían mucho más modestas y matizadas, sino de una fe religiosa secularizada capaz de interpretar cualquier dato obligándolo a adecuarse a una tesis previamente establecida.
Porque la única razón que esgrime Fukuyama para mantener lo esencial de su postura al cabo de tantos años consiste en afirmar que todo lo que ha sucedido en el mundo desde entonces no desmiente su tesis del fin de la historia. ¿Cómo la habría de desmentir? Precisamente por el carácter metafísico y escatológico que la caracteriza, su teoría se pone a cubierto de cualquier posibilidad de ser desmentida por los hechos. Sucede lo mismo que con cualquier postulado religioso: si afirmamos, por ejemplo, que todo lo que sucede constituye una prueba que envía la Providencia para conducir la historia hacia su salvación final, cualquier catástrofe tiene de antemano asegurado su papel en ese relato de salvación. El único problema consiste en que una afirmación que no puede ser desmentida tampoco puede ser demostrada, como dijo hace tiempo Karl Popper, a quien Fukuyama debería leer, siquiera sea por compartir el mismo credo liberal.
Pero si la teoría de Fukuyama no tiene fundamento racional -y me parece evidente que no lo tiene- podemos preguntarnos si al menos parece razonable. Y aquí es necesario distinguir varios aspectos. En primer lugar, Fukuyama pone en un mismo plano conceptos muy distintos, como la democracia, el capitalismo liberal, la economía de mercado y hasta los derechos humanos, todos ellos constitutivos del "estadio definitivo del pensamiento humano". No es éste el momento de discutir acerca de las confusas relaciones entre estos términos: si por democracia se entiende, por ejemplo, la participación del pueblo en las decisiones políticas, tal concepto no parece fácilmente compatible con una economía de mercado globalizada cuyas decisiones se toman en despachos a puerta cerrada por gestores que nadie ha elegido. Véase, a este respecto, el excelente artículo de Juan Torres López Hayek, Pinochet y algún otro más (EL PAÍS, 22 de junio de 1999). ¿O es que en el fin de la historia alguna mano invisible reconciliará estos conceptos en una síntesis final que asombraría al mismo Hegel?
Por otra parte, el aspecto que presenta hoy el mundo a una mirada algo menos fideísta que la de Fukuyama está lejos de hacer pensar en una "unidad de destino en lo universal". La brecha entre la pobreza de la mayor parte de la humanidad y la relativa opulencia de los países industrializados se ahonda cada vez más, un continente casi entero -África- se sitúa progresivamente al margen de la historia, el mundo islámico busca un camino que con seguridad no será el nuestro, las luchas étnicas y tribales y los nacionalismos exluyentes se exasperan todos los días, la ciencia y la tecnología -de las que tanto espera Fukuyama- están lejos de convertirse en patrimonio de la humanidad. ¿Y con este panorama puede afirmarse razonablemente que "la historia es direccional, progresiva y que culmina en el moderno Estado liberal"? ¿Tiene en cuenta Fukuyama que en el mundo hay casi seis mil millones de habitantes y que el poder económico y militar no son las únicas variables que influyen en la historia? ¿Quién puede atreverse no ya a predecir, sino siquiera a imaginar, los caminos que seguirá la humanidad en los próximos siglos, si es que entonces sigue existiendo la humanidad? Resulta sorprendente que ante este cúmulo de interrogantes el único cuestionamiento que el autor admite ante sus tesis progresivas sea el de las incógnitas que plantean las ciencias de la vida y la biotecnología. Y termina con su habitual incontinencia profética: cuando esas ciencias se desarrollen "habremos abolido los seres humanos como tales. Y entonces comenzará una nueva historia poshumana".
Para terminar, convendría preguntarse por las razones, no ya de las teorías de Fukuyama, sino de la repercusión que ha tenido y tiene en todo el mundo, y de la cual este mismo artículo es una modesta prueba. Que un pensamiento especulativamente tan pobre haya recorrido el mundo y generado tal cantidad de críticas y comentarios es algo que requiere explicación. Y probablemente esa explicación haya que buscarla en la vieja necesidad humana de encontrar un sentido a la historia, cualquiera que sea, antes que reconocer que la historia es una construcción humana que no tiene asegurado su desarrollo, y mucho menos su final. Por eso, los fundamentalismos son tan resistentes a los hechos.
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