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SEGOVIA

Aquel aroma torero

Olía a torero, las cosas como son. Olía a torero y uno sentía que le embriagaba pues, sobre el perfume inconfundible, le traía al recuerdo aquellos aromas de pasadas épocas. Fue Antoñete quien lo trujo -que diría don Miguel-. Antoñete, de rosa y oro vestido; la taleguilla que no se le ceñía al cuerpo, un ahogo, una edad. Y, con todo, era el más joven de la reunión. El más joven de espíritu, la ilusión concentrada en un solo propósito, el de: torear. Triunfar es distinta cosa. Triunfar seguramente estaría en los sueños de Antoñete. Pero uno barrunta que le guiaba más y mejor el orgullo de sentirse torero, de demostrarle al mundo y demostrarse a sí mismo que eso tan raro de parar, templar y mandar, lo puede hacer un hombre nada menos que a los 67 años, entre toses y resoplidos, si se siente torero.

Ramblas / Antoñete, Ponce, Juli

Toros de Las Ramblas (2º devuelto por inválido), y un sobrero de Gavira, impresentables, tres primeros diminutos, todos sospechosos de afeitado, inválidos y ficticios. Antoñete: estocada corta atravesada y descabello (silencio); media atravesada contraria, pinchazo saliendo achuchado y dos descabellos (ovación y salida al tercio). Enrique Ponce: tres pinchazos -aviso-, pinchazo, otro hondo, rueda de peones y descabello (silencio); aviso antes de matar, dos pinchazos y estocada caída (palmas y pitos). El Juli: estocada atravesada caída -aviso- y descabello (oreja); estocada ladeada (oreja); salió a hombros. El Rey presenció la corrida desde una barrera, acompañado por los Duques de Lugo. Los tres espadas le brindaron sus primeros toros. Plaza de Segovia, 27 de junio. 1ª corrida de feria. Lleno.

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Antoñete se encontró muy a gusto, nervioso y, finalmente, malhumorado

No hubo lugar en el primer toro o lo que fuera aquella menudencia. La menudencia no le había entrado a Antoñete por el ojo derecho. Seguramente al toro tampoco le había entrado por el ojo derecho Antoñete. Los amores y los odios ya se sabe que suelen ser mutuos. De manera que Antoñete medía al toro con la mirada, pero a pasárselo no se decidía, el toro aguardaba reservón, pues tampoco se acababa de fiar, hubo algún que otro muletazo suelto, hubo también algún que otro pito venido de la impaciente solanera, y la lid se quedó en tablas. La próxima habría de ser.

Llegó la próxima, con un toro más gordo (y también más despitorrado) y Antoñete meció la verónica. Éste ya era distinto asunto. Habíamos visto a la figura correr para veroniquear, con lo cual aquellas verónicas de Antoñete y la media ceñida al aire belmontino parecían venidas del cielo. Seguro que venían del cielo, ¿de dónde si no?

Después se produjo una faena de muleta hecha de retazos, pletórica en detalles. El toro, bondadoso de suyo, no valía un duro. Quiere decirse que se deslomaba. A poco que lo embarcara y le diera salida Antoñete, ya se estaba pegando el batacazo. Mas, entre tumbos, pudieron verse unos redondos ligados, un cambio de mano precioso rematado a la izquierda con el pase de la firma, unos naturales cargando la suerte, el pase de pecho clásico. Gallardía y naturalidad. Las suertes precisas y los pases justos, sin ninguna concesión a la galería. Claro que no se esperaba distinto proceder de Antoñete. Vuelve Antoñete a sus 67 años para ponerse populachero y pegapasista y hubiera sido como para tirarse por el Viaducto (por el Acueducto, queremos decir).

No faltaron patéticas situaciones; también es cierto. A las intemperancias bovinas respondía mal Antoñete. Las facultades -los reflejos escasos, entiéndase- no perdonan. Los agobios físicos y el malhumor que le producían las limitaciones, causaban un penoso efecto. Si bien todo eso se olvidaba en cuanto volvía a sacar la casta torera y se ponía a parar, templar y mandar.

El resto de la corrida fue lo de siempre: el bochorno de los toros inútiles, de los toros ficticios, del sucedáneo de toro que se han inventado para cortar orejas por doquier y llevarse la pasta sin excesivos sobresaltos. Y les pegaron pases: ¡qué heroicidad!

De entre los héroes destacó Enrique Ponce que lejos de asimilar la lección de Antoñete, seguramente alérgico a sus aromas, estuvo más pegapasista que nunca. Pegapasista y corretón. Derechazos a manta constituyeron el armazón de sus faenas. Derechazos sin reunir ni ligar. Impecable en la apostura cuando embarcaba, al rematar ya estaba corriendo. Cerca de cinco minutos llevaba pegando derechazos en su primera faena cuando se echó la muleta a la izquierda y aunque dio entonces los mejores muletazos, concluída la tanda volvió al otro pitón. Cinco minutos largos llevaba pegando derechazos en su segunda faena cuando se echó la muleta a la izquierda e hizo bien en rectificar, porque los naturales le resultaron un dolor. En realidad toda esta faena transcurrió acelerada, destemplada, violenta quizá porque a la ficción de toro le dio por sacar cierta viveza.

El Juli, en cambio, no defraudó a nadie. El Juli capoteó a la verónica, quitó por burjasotinas, banderilleó a su primera menudencia clavando desde los lados si bien entró por los comprometidos terrenos de dentro, y lo muleteó tesonero. Mediado el trasteo se acobardó el inválido, huyó a tablas y allí consiguió sacarle muletazos meritísimos. La emoción de este toreo, retador y muy auténtico, se repitió en el sexto, que era un mulo, y le obligó a tomar naturales, redondos, de pecho, empalmados o no. Y pues mató rápido, cortó orejas y salió por la puerta grande.

La juventud viene pegando. La juventud pega siempre en el toreo; pero tampoco conviene exagerar. La juventud es un tesoro que se va perdiendo cada día y llega un momento en que se acaba y ya sólo es ruina. La torería, sin embargo, no se pierde nunca. Antes al contrario, se asolera. Ahí estuvo Antoñete, para demostrarlo, derramando sus fragancias. Claro que también daban un tufillo a tabaco. La verdad es que si le hubieran dejado fumar, vuelve a poner el toreo en la cumbre.

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