De toma pan y moja
Ya en un tratado de cocina del siglo XVIII se decían del huevo cosas tan clarividentes como ésta: lo "comparte el sano y el enfermo, el pobre y el rico". Y es que, además de ser un alimento dúctil y agradecido como pocos, es el colmo de la versatilidad. Va con todo, precisamente por su neutralidad aromática y su untuosidad. Es recordable ese proverbio escocés tan simple y a la vez tan sabio que sentencia: "Para cocinar un huevo hay que tener cabeza". Desde luego, parece menos ruda y despreciativa que esa otra expresión nuestra que ridiculiza a los torpes en la cocina: "No sabe ni freír un huevo". Como si esa tarea fuera cosa fácil. Nada mas lejos de la realidad, ya que para alcanzar un buen resultado al oficiar los huevos, tanto fritos como escalfados o en revuelto, es necesario poseer ante todo una técnica tan simple como precisa. Y es que el huevo es uno de los alimentos clave consumido por el hombre desde los tiempos más remotos, prestándose a discusiones casi filosóficas: ¿que fue antes, la gallina o el huevo? Incluso alguno ha pasado a la leyenda, como el de Colón. Existen múltiples creencias religiosas y fetichistas, teorías, leyendas y mitos surgidas en torno al huevo a lo largo de los siglos. Nuestros antepasados prehistóricos, por ejemplo, depositaban huevos en las tumbas para que los muertos pudieran reencarnarse o pasar a otra vida superior. Han pasado por ser también símbolo de fertilidad; muchos pueblos, como el árabe, lo consideraron reconstituyente de la potencia sexual y es elemento que sintetiza también en muchos casos la unión entre los gastronómico y lo religioso (huevos de Pascua). Ha sido fuente de numerosos dichos y refranes de las épocas de subsistencia que lo sitúan como patrimonio de los poderes patriarcales, como ese conocido aserto: "Cuando seas padre, comerás huevos". Pero, al margen de todas estas historietas, el huevo sobre todo ha sido alimento indispensable y necesario. En uno de los libros de viajes románticos más divertidos que existen, el de Richard Ford (Gathering from Spain), publicado a fines del pasado siglo, cuando se refiere a la cocina hispánica dice que "los huevos fritos son en todo momento el recurso de la cocina más humilde". Unos cuantos siglos antes, el insigne pintor sevillano Diego Velázquez, del que se conmemora este año el 400 aniversario de su nacimiento, dejó traslucir en su maravilloso cuadro Vieja friendo huevos la trascendencia alimenticia de este producto en aquella época de penuria y su perfecta ejecución. En este lienzo se puede atisbar la cantidad de aceite adecuada y su temperatura idónea (se ven claramente borbotear los bordes de la clara). La anciana remueve con una cuchara de madera en su mano derecha el aceite de su cazuela de barro vidriado para que no se agarre la clara, mientras que con la mano izquierda se dispone a cascar otro huevo en el borde del recipiente colocado sobre un anafe o hornillo portatil. Pero no siempre los huevos en sus distintas formas han estado asociados meramente a la cocina rural, sencilla u hogareña. En la Gran cocina de Escofier y, más en concreto, en los recetarios de su discípulo hispánico Teodoro Bardají, se ven innumerables fórmulas en el que intervienen el huevo como tal, sin contar las tortillas: son exactamente 49 recetas, algunas tan curiosas como huevos a la Bella Otero, al Arco iris, a la moscovita o los huevos fru-fru, oficiados en frío y con gelatinas diversas. La más reciente culinaria de autor ha sido más parca en la utilización del huevo como ingrediente principal, pero no por ello menos brillante. Como puntuales ejemplos se pueden reseñar algunas de las más impactantes, como el huevo frito con pastel de patata y chistorra de Martín Berasategui, suculenta formula extraída de su primer recetario. Es una versión actualizada del plato, ideal para el amaiketako, y en el que las patatas y la chistorra -protagonista indiscutible de las fiestas de Santo Tomas- se convierten en un delicado pastel. Una idealización también singular es la que últimamente hace Juan Mari Arzak con su flor de huevo y tartufo en grasa de oca con chistorra de dátiles. Se trata de un huevo escalfado con una técnica prodigiosa, que consigue no sólo una forma singular, sino que se embebe el huevo con el gusto y aroma de la trufa blanca y cuenta con una guarnición muy singular, un puré de la potente chistorra suavizado por la gran melosidad del dátil. Pero quien más ha destacado acaso en las deconstrucciones de los platos con huevo ha sido el navarro Enrique Martínez, del Maher de Cintruénigo, que ya sorprendió hace poco más de dos años con su timbal de huevos rotos con patatas de sartén (como deben de ser y no en freidora) y pimientos de cristal. Es un plato en el que se conjuga una técnica primorosa junto con la calidad de los productos, particularmente esos inimitables pimientos de aquella zona de la Ribera de Navarra, tan escasos como sublimes. Últimamente, en plena primavera, volvió a deslumbrar con una interpretación muy suya y actualizada de un plato tradicional navarro, los espárragos frescos servidos en su propio caldo, éste de una gustosidad y finura absoluta y con un huevo escalfado cuya yema, al romperse, impregna a caldo y espárragos de untuosidad y sabor. La magnificación de la sencillez. Tal vez no hay que romperse mucho la cabeza con esto de los huevos y seguir los sabios consejos de aquel proverbio andaluz que decía: "Toma el huevo de una hora, el pan, de aquel mismo día, el vino que tenga un año y algo menos la gallina". Salvo en lo del vino, se pueden ratificar plenamente esas palabras.
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