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La invención de espacios

¿Quien, mientras está viendo por ejemplo Patton (Franklin Schaffner) o Mister Arkadin (Orson Welles) o Lawrence de Arabia (David Lean) o cualquier otro prodigio espacial ideado por Gil Parrondo se detiene a decir qué bueno o potente es ese o ese otro rincón o ámbito del decorado? La altura de un trabajo de decoración en un filme se percibe, paradójicamente, en su no percibirlo, en su misteriosa capacidad para que pase inadvertido lo evidente o, si se quiere, para dar a lo opaco el don de la transparencia. Las manos de alfareros de imágenes como Gil Parrondo manejan arcilla translúcida, la materia de la medusa, en la que la minuciosidad y precisión de la elaboración de los volúmenes y las estancias no se ve materialmente, y no entran en la conciencia hasta que, ya recorrido por el filme su espacio imaginario, uno cae en ellas y las aísla en la memoria. Se suele situar el punto más alto de la aportación de Gil Parrondo al cine en sus monumentales trabajos para Samuel Bronston. Es cierto, pero sólo en parte. Dominó el monumentalismo, pero, más importante, no se dejó dominar por él, y basta para ponerlo de manifiesto que los alardes ornamentales de 55 días en Pekín (Nicholas Ray) o La caída del Imperio Romano (Anthony Mann) no devoraron la sustancia dramática de ambas películas y el colosalismo entró en ellas desde sus manos engrasado por la agilidad de lo funcional, lo que permite al espectador, inicialmente boquiabierto por el apabullante estallido de enormes volúmenes, familiarizarse enseguida con ellos y diluir en el conjunto del filme su protagonismo de arranque. Trabajó a lo grande con lo grande y, porque no hay verdadero talento donde no hay humildad, supo reducir lo grandioso a la pequeña altura de la mirada humana común. Usó lo descomunal sin crear vértigo, lo desmedido sin perder nunca el sentido de la mesura. Y si tuvo muchas veces en sus manos materia para alentar la tentación de exceso, la domeñó siempre.

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Buscó el roce de la perfección, que a menudo acarició Gil Parrondo, además de en las aludidas Lawrence de Arabia, Patton y Mister Arkadin, en la delicada arquitectura visual de Rey de reyes (Nicholas Ray) y, más atrás, en una pequeña película de captura callejera de la verdad, Día tras día (Antonio del Amo) y, más adelante, en un filme lírico introspectivo, Werther (Pilar Miró). Hizo aquí pura arquitectura interior de la imagen, por lo que sus ámbitos prefiguran encuadres y otros aspectos vitales de la puesta en escena y del comportamiento del actor, que se siente libre, en territorio propio, dentro de un espacio de Gil Parrondo, porque lo ideó no para sí mismo, sino para él.

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