En contra de la autosatisfacción
"Los catalanes dais la impresión de ser una gente muy satisfecha de sí misma: todo lo vuestro os parece lo mejor del mundo". Aquellos norteamericanos, gente que llevan tiempo viviendo entre nosotros y que no cito porque entonces no acerté a preguntarles si podía hacerlo, no podían ser más claros: nos ven como un grupo social que está encantado de haberse conocido. Aterrador. Mis amigos, que hablaban antes de las elecciones, tienen parcialmente razón: la autosatisfacción no es cosa específica de los ciudadanos catalanes, sino que anida, sobre todo, entre los instalados. Lees los periódicos, escuchas la radio, atiendes a las palabras de los dirigentes políticos o sociales y, ¡oh maravilla!, la autocomplacencia se desparrama como bálsamo adormecedor, más allá de ideologías o puntos de vista distintos: tenemos una identidad definida, un Barça fabuloso, una historia y una personalidad excepcionales, un paisaje bellísimo, una inteligencia fuera de duda, una forma de hacer propia y original, nuestro nivel de vida es excelente, somos un pueblo singular, especial, collonut, Barcelona es la mejor ciudad del mundo y los pueblos catalanes no tienen punto de comparación. Ese mensaje ha quedado especialmente claro a lo largo de la campaña electoral: somos la leche. Curiosamente, exactamente lo mismo dicen de sí mismos a sus votantes los dirigentes políticos y sociales de otras partes de España. Claro que, sin autocomplacencia, ¿cómo va a ponerse uno en cualquier parte del mundo a hacer campaña electoral? Frente a esta avalancha, el sano escepticismo de los ciudadanos catalanes ha quedado manifiesto en los resultados electorales. Los ciudadanos hoy parecen menos propicios a la autosatisfacción que sus dirigentes: esa realidad marca toda la política de aquí mismo y acaso ha impulsado los buenos resultados de los socialistas en Cataluña. El gran éxito de Joan Clos, persona prudente y modesta, respondería también a esta situación, si bien el nuevo alcalde va a tener que interpretar qué significa la alta abstención y el voto en blanco de muchos barceloneses. ¿Participan las gentes de esta ciudad de esta autosatisfacción catalana políticamente correcta que perciben hasta los extranjeros o más bien sucede todo lo contrario? El caso de Barcelona es apasionante. Y tiene, además, la ventaja, para los que escribimos desde Cataluña, de que no está mal visto poner de manifiesto algunas de nuestras propias contradicciones. Porque está claro que aquí y ahora, en Barcelona, vivimos en plena paradoja: es cierto que la ciudad ha alcanzado un grado de calidad aceptable, cosa reconocida por la nueva afluencia de visitantes, pero no es menos cierto por ejemplo que, en comparación con otras épocas y otros lugares, vivimos una gradual pérdida de influencia cultural como punto de referencia de inquietudes, propuestas y realizaciones propias y originales. Vienen a ver nuestros progresos, que son fruto de un pasado inquieto, pero los de aquí dudamos de que ahora mismo progresemos en aquello que importa, que es el desarrollo de la libertad y la imaginación que marcan el futuro. Me cuesta creer que ésta sea una ciudad conformista y dormida en los laureles. Me consta la insatisfacción existente con la etiqueta de ser un oasis. Sé de la preocupación que existe porque algunas de las industrias culturales que quedan, como la de la edición, cojan los bártulos y se vayan a Madrid, por ejemplo, porque han descubierto que desde allí se influye más. Y aún me preocupa más que no haya un debate público solvente sobre esta aparente languidez cultural barcelonesa. Un debate sin piadosos autoengaños, poniendo todas las cartas boca arriba y, sobre todo, teniendo en cuenta que la autosatisfacción sólo produce parálisis. ¿Es pedir demasiado?
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