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El deseado viento ANTONI PUIGVERD

Evaporadas las burbujas, no se observa un paisaje político tan venteado como algunos desearíamos. Han pasado unas brisas mediterráneas, pero la tramontana no es eso. Más allá del poderoso triunfo personal de tantos alcaldes socialistas que han conseguido, como Joan Clos, meritorios resultados, lo que define el paisaje político no es el discreto retroceso convergente, el suave avance republicano, la agónica resistencia de Iniciativa. Tampoco el engorde socialista. Lo que describe el paisaje es la abstención. Una general alergia a la política, una zanja de indiferencia que separa a los ciudadanos de los políticos y los periodistas. Hoy la zanja es mayor que ayer. ¿Menor que mañana? Casi la mitad del electorado: el globo de los políticos se aleja mientras la gente, apática o irritada, se hunde en los laberintos cotidianos. Hay que evaluar los resultados en este contexto. Reflejan, ciertamente, un cambio. Más de inercia, sin embargo, que de tendencia. Una tendencia renovadora implicaría la puesta en juego de nueva fuerza y vigor. La inercia del PSC responde, sin embargo, a una dinámica cuya fuerza procede de un ciclo muy anterior. Fue enorme la energía que el PSC liberó en sus primeros tiempos (siguiendo la fabulosa y anterior estela del PSUC). Por causas que ahora desviarían el argumento, aunque son de fácil recuerdo, esta energía fue dilapidada, frenada o confundida durante los años de gobierno del PSOE. Le afectó, por otra parte, la crisis ideológica general de la izquierda: la inevitabilidad del mercado, el fracaso del purismo socialdemócrata, la perplejidad y el desconcierto, la reconversión del político en gerente. A todo esto hay que añadir, por si fuera poco, lo que antes se llamaba "cuestión nacional", un terreno en el que se ha pasado, casi sin solución de continuidad, del catalanismo al españolismo y viceversa. Por todas estas causas, y por otras que no cito, los socialistas en Cataluña, a pesar de exhibir una excelente gestión urbana y de obtener los consiguientes premios electorales, no están en condiciones de soplar tramontana alguna. El PSC muestra un perfil discreto, de partido funcionarizado, desvinculado de raíces cívicas. Es verdad que tiene una alta reserva de votantes fieles y que, gracias al escaso apego que provoca tradicionalmente el PP en Cataluña, no se ha visto mermado, como le ha sucedido al PSOE, por los avances de Aznar. Es ahí donde la inercia encuentra espacio: a pesar de todos los pesares, perdura el PSC como referente en muchos de sus votantes, los cuales, por otra parte, no tienen otra opción de parecidas características que llevarse a las urnas. Perdura el PSC, además, favorecido por vecinos en peor situación: la lenta agonía de Iniciativa, el fatalismo de Anguita y una muy primeriza vacilación del PP. Parece un viento, pero es una brisa favorecida por un microclima. Pujol, con esta brisa, sigue siendo inexpugnable. ¿Indica lo dicho que el país no desea la tramontana? No es fácil saber lo que quiere un país. No obstante, parece obvio que el cambio de régimen en Cataluña es una necesidad casi higiénica. Los 19 años de pujolismo han generado vicios sin cuento, visibles en su administración, politizada y centralista, en las redes de intereses, en la morbosidad del cliché patriótico, en las rémoras, errores y falta de sendero que se observan en todos los ámbitos importantes de gobierno. El cambio es, pues, imprescindible, y la personalidad de Pasqual Maragall puede perfectamente encauzarlo si el PSC no cae en la tentación de creer que, en vista de los positivos resultados municipales, le basta y le sobra con lo puesto para emprender la marcha. El discurso de Maragall es amplio e innovador: su propuesta de federalismo exterior e interior tiene, por ejemplo, la virtud de conectar a la vez con la mejor expresión del nuevo laborismo inglés (la devolution) y con la decepción de la Cataluña interior (la cual, supuestamente favorecida por el pujolismo, ha sido en realidad instrumentalizada y férreamente dirigida desde despachos barceloneses con poca sensibilidad y bastante gandulería). El federalismo externo permitiría replantear de manera menos ambigua, menos antipática, la relación de Cataluña con España sobre bases sólidas de confianza y exigencia. Y el federalismo interior, junto con el renovado papel de los municipios (que abrazarían por ejemplo la enseñanza básica y, opcionalmente, la secundaria), sería una forma completamente distinta de entender la Generalitat. Ya ahora mismo significa una manera menos religiosa, más laica y liberal, de entender el catalanismo. Ahora bien: esta propuesta y otras muchas de las que Maragall empieza a desplegar no podrán, por sí solas, generar una gran corriente de ilusión. A pesar de su gancho, Maragall necesita algo más que un partido ensimismado y algo más que una gran red de alcaldías para generar el deseado viento. Hay que trazar puentes con IC (con ERC, al menos habría que crear un espacio común de diálogo) y, mediante las plataformas independientes de Ciutadans pel Canvi, con la sociedad civil: hacia el centro, hacia el catalanismo moderado, hacia la izquierda desconcertada. No se trata de sumar, sino de multiplicar. Y nada mejor, para conseguir la gran multiplicación, que el modelo de la Entesa dels Catalans. Sólo un instrumento de este tipo recuperará, para el combate que se avecina, amplios sectores ahora absentistas o reticentes al PSC. La enorme zanja de la abstención no podrá ser salvada, pero podría ser acortada con un avance poliédrico de amplio espectro. Un avance imposible de conseguir con la ajada retórica partidista. Si el PSC, maravillado en el espejo de su reciente éxito, secuestra a Maragall, acabará embalsamándolo. Los militantes socialistas deben entender que el cambio también conviene al PSC. La tramontana, si sopla de veras, tendrá dos virtudes: renovará el aire del país y renovará la izquierda catalana. La refundará. Dos pájaros de un tiro.

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