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Tribuna
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Josep Ramoneda

El vacío de liderazgo oficial que dejó Borrell ha sido ocupado por el liderazgo natural de Felipe González. Se le vio inquieto desde que empezó la guerra de Kosovo. La vergonzante discreción del presidente Aznar dejó a González como principal referencia política ante el coflicto balcánico. Al empezar la campaña ya se había convertido en el líder de hecho del PSOE. Ni es candidato a nada, ni tiene cargo relevante alguno en el partido. Y, sin embargo, ejerce. Al político no se le reconoce el prejuicio de inocencia y menos a González. Sus cálculos habrá hecho para dar los pasos que está dando. Aunque una de las principales fuentes de error del análisis político es descuidar el factor humano, que tiene aquí muchos vectores: desde los recovecos de la psicología de un hombre demasiado joven para ser "ex" hasta la parálisis de la actual dirección socialista que va de perplejidad en perplejidad sin tomar una iniciativa. Si González ha acabado ocupando el liderazgo socialista vacante es también porque en los mítines era más visible que cualquiera de los que ocupaban el escenario. Y así el frustrado liderazgo de elección democrática de Borrell ha sido sustituido por otro de raíz histórica y carismática. González reasume la función de líder aun sin dejar de repetir que está un paso atrás respecto a la política de cada día. Desde esta equívoca posición, ha tratado de apuntar temas de cierto grosor, aunque sólo haya recibido réplicas mitineras como respuesta. Pero también ha conseguido un lamentable éxito: el primer lugar en la clasificación de los despropósitos, la más reñida de esta campaña, con un insulto inaceptable a Aznar y Anguita. Uno de sus argumentos recurrentes es el peligro de desagregación de España. En la sociedad de la indiferencia pueden ocurrir las cosas más inesperadas (e incluso más graves) sin provocar apenas una emoción. El proceso de fin de la violencia vasca está transcurriendo en este clima. Da la sensación de que para la mayoría de la ciudadanía que ETA deje de matar es un hecho tan importante que justifica el mirar a otra parte si por el camino pasan cosas que repugnan a las convicciones personales. ¿Dónde empieza la madurez de la sociedad y dónde la indiferencia? Los ciudadanos de la España posmoderna están resignados a tragar con tal de que acabe la violencia. Esta resignación puede ser positiva en tanto que cortocircuita el espiral reactivo, pero negativa en la medida en que suponga aceptar cualquier imposición de la minoría. "El objetivo principal de este Gobierno es durar", dijo Aznar en su primer Consejo de Ministros. Probablemente es la maleabilidad que el PP ha demostrado desde que gobierna lo que incita a González a lanzar su sermón. Todo género tiene sus leyes. Y en el sermón cierto catastrofismo sirve para provocar la reacción de los feligreses. Sin embargo, cuesta ver como peligro real la disgregación de España. Por tres razones. Primera: porque ni el nacionalismo catalán ni el gallego la piden. El Pacto de Estella debe considerarse, de momento, en clave de proceso de fin de la violencia. De la fábula ideológica a la realidad hay todo un debate democrático que los partidos no nacionalistas deben afrontar sin catastrofismo. Segunda: revisar el marco de articulación política de España no significa quemarlo, sino hacer más cómoda la relación entre las partes. Aunque para que así sea la diferencia no puede entenderse como desigualdad. Tercera: la idea de desagregación retrotrae a una clave soberanista que el proceso de construcción europea está haciendo obsoleta. La soberanía nacional, con moneda única europea y (si se aprende la lección de Kosovo) con defensa y política exterior común, ya no es lo que era. Los Estados-nación han repartido el poder hacia arriba y hacia abajo. De pronto ven cómo los hijos aprovechan la dote recibida y tratan de andar por su cuenta. Y cuando eso ocurre, el padre siente la tentación de recuperar las palabras gruesas, de apelar a lo simbólico. Los franceses se comportan como catalanes, dice Xavier Rubert. La navegación al día del PP puede ser irresponsable. Pero no justifica un llanto jeremíaco por la desagregación de España.

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