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FERIA DE SAN ISIDRO

Parada y fonda para un sueño

Desde 1989, muchos toreros se visten en el hotel Victoria, un ritual que arranca de los tiempos de Manolete

, A las cinco de la tarde (con perdón), en los rincones del hotel Victoria habita algo parecido al silencio. En ese momento, los diestros que dos horas después harán el paseíllo en Las Ventas empiezan la detallada ceremonia de enfundarse de luces. Ayer lo hizo Uceda Leal. Los nervios acumulados a lo largo del invierno se amontonan de repente en la boca del estómago. El Victoria (que junto al Foxá y al Wellington forman la tríada de hoteles de toreros madrileños) es, durante el mes que ocupa la Feria de San Isidro, un lugar poblado de algo más que simples habitaciones. Los sueños de gloria, contratos y cortijos recorren sus pasillos como la más dulce maldición. "A esta hora ya empieza a haber ambiente", dice el director del establecimiento, Baldomero Hernández. El reloj da la una y media, y en el burladero improvisado a modo de barra de bar se congregan los que tienen, los que suspiran por tener, los que tuvieron y los que, de rodar bien las cosas, tendrán. Ha acabado el apartado en los corrales y, por aquí, el que no da un abrazo es un extraterrestre. O turista, tanto da. Se abre la veda para un confuso ritual de vanidades. Desde este momento en adelante, ya no hay lugar para otra cosa que no sean los toros. El aperitivo, con manzanilla. De entrante, ensalada burladero. De segundo plato, rabo de toro isidril. Y de postre, caprichos de albero. De por medio, ruido, felicitaciones, contactos interesados y... a los toros. Dan las seis de la tarde y las cuadrillas esperan en recepción al maestro. Un pasillo de curiosos, preguntones ("¿por qué matan a los toros?", interroga un profano a un banderillero. "Y yo qué sé", objeta éste, y fin de la tertulia), turistas y buscadores de autógrafos rinden honores al matador. Al fondo, la furgoneta y, de aquí, a la plaza. "Pese a lo que se pueda pensar, los toreros son gente encantadora y poco exigente", afirma el jefe de recepción, Pedro de los Ríos. El director tampoco ofrece grandes sorpresas: "Todo se vive con mucha naturalidad. El que vengan aquí los toreros es tan sólo un aliciente más". El encargado de la cocina, Vicente Díaz, tampoco acierta a encontrar ninguna particularidad al trajín de estos días: "Son gente muy correcta y apenas tienen manías. Pasta, mucha pasta, uno que pide el troncho de la lechuga...". "Son ya muchos años de esta manera", concluye Hernández. Desde 1989, más exactamente. Entonces cambió la propiedad de este albergue de la plaza de Santa Ana y la nueva gerencia se decidió a revitalizar una tradición olvidada, nacida durante los años cuarenta, cuando el reinado de la fiesta lucía en manos de Manolete. Su habitación: la 220. "Que ya, y después de la remodelación, ni existe", puntualiza el director. Unas fotos, unos recortes de prensa enmarcados y un bar en honor del torero de Linares son los testigos de aquellas épocas. En éstas, insisten a una los preguntados, "nada ha cambiado. Todo es normal". Normal es que José Tomás se niegue a usar el ascensor y normal es el arsenal de sillas sin brazos y con respaldo alto que alberga el almacén del hotel. "El traje de luces sólo puede descansar en un asiento de estas características", comenta el jefe de recepción, mientras se ofrece de guía por las habitaciones que normalmente usan los matadores. "Está recién puesta, y mira. Llena de arañazos". Pedro de los Ríos se refiere a la tarima del suelo. "La culpa es de las botas metálicas de los picadores", explica con celo profesional. "Lo único que procuramos", toma la palabra el director, "es que ocupen las mismas habitaciones. Sobre todo si han triunfado". La habitación 506, la del pavimento hecho unos zorros, es la de José Tomás. De ella, el de Galapagar sube y baja a la carrera. "Nada de ascensores", insiste De los Ríos. Una pequeña manía que se solapa con las reglas estrictas y no escritas que permanecen inalterables en el hotel: "Ante todo, mucha discreción. Una cosa que no hacemos nunca es entrar en la habitación una vez que los toreros han ido a la plaza. Llegan flores, regalos... Pero no, todo queda en la recepción hasta su llegada. No me quiero imaginar si por culpa de nosotros se mueve una estampa y se tambalea mínimamente la pequeña capilla que les acompaña. Aunque les cueste reconocerlo, son muy supersticiosos". "Luego", continúa el encargado de recepción, "cada torero es muy diferente. Curro Romero apenas se deja ver. Va del garaje directamente a su habitación. Jesulín y El Cordobés, todo lo contrario. Es más, llama la atención que no han cambiado nada, pese al triunfo". En el recuerdo queda la primera vez que El Cordobés pisó el hotel. Fue en Rolls-Royce hasta la plaza. Por el camino, muchas risas y la puerta de atrás destrozada. "Son anécdotas", añade De los Ríos. Como anécdota es que el novillero Juan Bautista ocupase la habitación 112 el día preciso en que salió por la puerta grande ("todo sumado junta 13. ¡Qué barbaridad!"), o que, apunta orgulloso Hernández, "todas las orejas del año pasado fueran de toreros de aquí". Este San Isidro, no: Bote y Ponce no pisaron el Victoria. Termina la corrida y la quietud de las dos horas largas de corrida se vuelve zafarrancho. Los del mediodía reinciden y la ceremonia de la confusión se reedita en pasillos y habitaciones. Un galimatías al que se suma con fruición un nuevo grupo: los periodistas. Se acabó la tarde. Los triunfos y los fracasos corren en desbandada. Y se acabó San Isidro. "En realidad, para nosotros, la normalidad es esto, no cuando acaba", termina el director.

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