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La libertad del político JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Lo nuevo surge donde menos se espera. Luis Sacrest, candidato socialista al Ayuntamiento de Olot, se compromete a dar "libertad de voto a cada concejal" de su equipo. Naturalmente, los concejales asumen un programa, de otro modo no se presentarían o irían en otra lista. Pero la vida de una ciudad es muy rica y genera constantemente problemas nuevos. Sacrest quiere que en todo lo que no esté explicitado en su programa sus concejales actúen con la más absoluta libertad. Y al argumentarlo abre el camino de una verdadera regeneración de la vida pública. Sacrest quiere acabar con la idea de que un alcalde no puede perder una votación. Una votación no es una moción de censura. Introducir la posibilidad de que una mayoría de concejales discrepe del alcalde en una cuestión concreta sin que ello signifique que el alcalde tenga que irse a casa o sentirse desautorizado es un factor muy interesante de desacralización del poder, de dinamización de la gestión pública y de limitación de las burocracias partidistas. La ciudad forzosamente se sentirá mejor representada si sabe que las cuentas no están siempre echadas de antemano y ve que sus representantes son capaces de escuchar y actuar con criterio propio. Porque el segundo argumento de Sacrest es que con ello quiere que los concejales sean plenamente responsables de su voto ante los ciudadanos y no puedan escudarse en disciplinas de partido o en evitar un mal mayor, una crisis de gobierno municipal. Así, no hace sino proponer lo que debería ser una obviedad. La propia dignidad de los políticos debería hacer de su libertad algo irrenunciable. Pero todos sabemos que los políticos no han mostrado hasta el presente una gran preocupación por afirmar su autonomía de criterio, más bien al contrario: el sistema de listas cerradas les sitúa en deuda permanente respecto de quien les ha incluido en la lista, es decir, del poder del partido, y les libera de toda responsabilidad activa: a las órdenes del jefe. Muy pocos se han atrevido a rebatir esta sumisión. Los que lo han hecho han acabado casi siempre dimitiendo. La norma en los partidos es la disciplina, como si de un convento se tratara, porque la política ha copiado siempre los modelos de conducta del orden religioso. Sólo excepcionalmente (la excepción acostumbra a ser el aborto) algún grupo anuncia que da libertad a sus miembros (lo que confirma que normalmente no la tienen concedida). Pues bien, ha sido un político de Olot, alejado de los cenáculos que protagonizan la vida política española, el que ha tenido el coraje de formalizar una norma que, por dignidad, debería ser exigida por todo aquel que entra en órdenes políticas. Si la condición de la política democrática es la libertad, ¿cómo puede ser que sea necesario reconocérsela explícitamente a los cargos electos? Sencillamente, por una perversión burocrática de la democracia. Son perfectamente imaginables los comentarios que merecerá la iniciativa de Sacrest por parte de los profesionales de la burocratización de la política. Bromas sobre su ingenuidad, apuestas sobre los problemas que tendrá, y sobre todo, lo más fácil, descalificar su gesto como algo que puede ser posible en una ciudad pequeña pero que de ningún modo podría funcionar en ámbitos políticos de mayor dimensión e importancia. Y sin embargo, la propuesta de Sacrest asumida con todas sus consecuencias es una guía para lo que siempre se dice pero nunca se hace: la regeneración democrática de las instituciones. Que perder una votación no tenga para el gobierno más relevancia que asumir una propuesta o proyecto ajeno, que los diputados puedan votar sin consultar al jefe, son cosas que contribuirían a hacer más personal y responsable la gestión política y a que los ciudadanos miraran de otra manera a quienes se suben al carro de las listas electorales. Coartadas del buen orden político como la gobernabilidad quedarían hechas añicos. No amenaza ninguna estabilidad que se vote la reprobación de un ministro o que se tumbe una ley del gobierno aliado con la que no se está conforme. Todo lo contrario: se hace más ágil el sistema de toma decisiones. Si los diputados gozaran de la libertad que Sacrest otorga a sus concejales, es decir, de la posibilidad de ejercer su autoestima, nos ahorraríamos penosos espectáculos, como el que ofrecen los partidos que en un Parlamento votan lo contrario que en otro o que critican en privado lo que apoyan con sus votos. Todo ello en nombre de la responsabilidad de Estado, por supuesto. En definitiva, lo que Sacrest propone es simplemente la elemental concordancia entre lo que uno dice y lo que uno hace. Es decir, exigir a los políticos la misma moralidad que rige en la sociedad civil. No hay margen para hacerse ilusiones. Son demasiados los que se sienten hombres cuando hacen lo contrario de lo que dicen. Algunos incluso creen que esto es hacer política. Haciendo el ridículo se sienten importantes. Pero algún día se podrá recordar que fue Luis Sacrest, un desconocido en las mesas del poder, candidato a alcalde en Olot, el que tuvo la valentía de consagrar como propuesta lo que debería ser evidente: que cada concejal finalmente tiene una responsabilidad directa, personal, con la ciudadanía a la que representa. Y que esta responsabilidad sólo es real desde el reconocimiento de su plena libertad de acción.

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