La última escoba ANTONI PUIGVERD
Los alumnos de COU han acabado las clases y están luchando en las penúltimas trincheras para acceder a la batalla más ardua, la selectividad, el último y más temido filtro de la etapa secundaria. Cada año por estas fechas terminaba el COU, pero esta vez termina para siempre. Este ha sido el último. La reforma de la enseñanza secundaria cumplirá el próximo curso su ciclo completo y el COU pasará a ser memoria personal de aquellos que lo cursaron, un retazo perdido en la historia de nuestra educación. Pronto los más jóvenes no sabrán descifrar estas siglas, de la misma manera que los adolescentes de ahora no saben qué cosa era el preu y sólo los más veteranos sabrían explicar el significado de la expresión "Examen de Estado". El COU desaparece sin pena ni gloria. Falla incluso la nostalgia, que arraiga en corazones tristes. Son tiempos duros para la enseñanza pública. Salvando a los héroes (que los hay, y en abundancia: convencidos de la bondad de la reforma o, simplemente, incombustibles militantes de la nobilísima profesión de la enseñanza), salvando, digo, a los héroes, el estado de ánimo de los profesores de secundaria oscila entre depresión, el desconcierto y la resignación. Los políticos que administran el Departamento de Educación y sus más allegados funcionarios pueden seguir con el típico blablablá propagandístico (eso que Pujol define como autoestima: "Cataluña es la avanzadilla de la reforma, etcétera"), pero un par de visitas a los institutos bastan para comprender hasta qué punto la depresión ha cuajado. Curioso país: a medida que aumenta la autoestima del conductor y su cohorte, baja hasta niveles lacerantes la de los profesionales que dependen en exclusiva de sus (in?)competencias (véase: cultura, enseñanza, agricultura, sanidad). La reforma de las enseñanzas secundarias procede de un embrión de izquierdas. Partió de una idea bienintencionada: garantizar a todos los adolescentes dos años más de enseñanza y garantizarlos de tal manera que los nuevos estudios no comportaran una separación entre tontos y sabios, o entre ricos y pobres, o entre futuros universitarios y futuros obreros (tal como acontecía en la antigua doble vía: BUP o FP). Sabido es que el infierno está sembrado de buenas intenciones: la confluencia de alumnos que han cursado una aceptable primaria con aquellos que, por causas múltiples, no han conseguido los mínimos de alfabetización ha convertido las aulas de los institutos en un difícil Cafarnaúm, en una empanada sociocultural de ahí te espero. Una amiga, profesora de la antigua FP y ahora directora de un IES, sonríe (con la escéptica sonrisa de los muy curtidos) cuando le comento el depresivo estado de ánimo que descubro en unos amigos comunes, antiguos profesores de BUP: "Nosotros, los que venimos de la Profesional", me dice, "ya estábamos acostumbrados a los bajos niveles académicos y a la dureza social de las aulas; en cambio, ellos, regalados durante años con los alumnos escogidos, sólo ahora empiezan a saber lo que vale un peine". Bravo. Se trataba de eso. Muchas veces el resentimiento encuentra consuelo en los duelos y quebrantos del vecino. Y, efectivamente, esto es lo que hay. El máximo ideal de un profesor de secundaria es, ahora mismo, contener la depresión, aprender a coexistir con una problemática que está a años luz de su formación intelectual, abandonar los viejos objetivos académicos, resignarse al papel de defensa escoba de la vida social. La última escoba. Éste es el papel que se asigna a los centros públicos. La igualdad es una aspiración políticamente discutida. Generalmente, consigue bellas, aunque lejanas, palabras de adhesión. En esta época de euforia competitiva, pretender que la escuela pública, ella sola, casi sin medios, se proponga el hercúleo objetivo de la igualdad no es sino una manera bastante chapucera de cargarse a ambas: la idea de igualdad y la escuela. Corroboran este argumento las renacidas escuelas religiosas (falsamente privadas: se mantienen en gran parte gracias al erario público). Como en tiempos de Franco, están quedándose con las clases medias, que huyen de los centros públicos. Se las quedan en apretadas aulas, con instalaciones mediocres, con profesores todavía más estrujados en horas y dedicación: pero a salvo de los conflictos sociales. Cuando la escuela o los institutos públicos se convierten en receptores directos, sin posibilidad de matices, de la enorme problemática social de nuestro tiempo (inmigración, exclusión, desestructuración familiar, violencia juvenil), el objetivo de la igualdad se convierte en farsa. Los que no tienen más remedio se quedan en el espacio público y hacen de él un gueto; y los que pueden, huyen. La igualdad queda, pues, para los pobres. De paso, va pudriéndose uno de los pilares del Estado laico. ¿Era éste el objetivo? ¿Desarbolar el prestigio que los institutos de bachillerato habían conseguido durante los años setenta y ochenta? ¿No está exigiendo nuestra economía justamente lo contrario, es decir: el fomento y la dignificación de las enseñanzas profesionales y la regulación de un gran bachillerato que pueda cimentar nuestra endeble investigación tecnológica y científica? Hace ya un par de décadas que desde todos los foros se demanda una buena formación profesional. Durante estas décadas, precisamente, viene mandando en este país una flamante administración que se jactaba, al nacer, de lo bien que haría las cosas y de lo mal que había interpretado las necesidades del país el casposo Estado Español. Pasados estos años, las enseñanzas profesionales siguen estando insuficientemente dotadas (aunque, como no podía ser de otra manera, tienen ahora mejor publicidad: todos los chicos que están terminado la ESO reciben estos días unos muy coloreados folletos). Cuando funcionan, los estudios profesionales consiguen cambiar una realidad a ojos vista. La excelente tarea de la Escuela de Hostelería de Girona, por ejemplo, explica el altísimo nivel medio que han alcanzado los restaurantes de la zona. Frecuentemente se nos explica que las limitadas inversiones en la reforma de la enseñanza son debidas a un presupuesto acotado y, etcétera, se insiste en el déficit de la balanza fiscal. Ciertamente, dicho déficit existe y habría que solucionarlo de una vez, aunque funciona estupendamente como excusa. Sin embargo, el Gobierno de Pujol, cuando lo ha creído necesario, ha sabido gastar a fondo. Una de sus mayores apuestas, visible ya en las carreteras de Girona y Vic, acaba de llegar a la provincia (perdón: demarcación) de Lleida. Los Mossos d"Esquadra. No comentaré si eran necesarios. El hecho es que ya circulan. Con su uniforme distinto; sus motos, sus cuarteles, sus modernos edificios y cobrando mejores sueldos que la Guardia Civil de tráfico. Este Gobierno ha buscado bajo las piedras el dinero para un vistoso despliegue policial. Desconozco si el tráfico es ahora más fluido y hay menos accidentes. Lo que está claro es que el Gobierno de Pujol ha escogido. Se ha endeudado para acentuar el símbolo de un poder, y es rácano invirtiendo en enseñanza. En este punto, no se le puede acusar de ambigüedad.
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