Europa, potencia civil
Sin olvidar que objetivos prioritarios de la guerra en curso deben ser que termine cuanto antes y que los kosovares retornen a sus hogares en condiciones seguras, estables y garantizadas, es hora de comenzar una reflexión y un debate sobre el papel de Europa en la guerra y en la paz. Una primera consideración consistiría en que hay que dotar a la Unión Europea de la capacidad, legitimidad y medios para que pueda actuar en las relaciones internacionales eficaz y coherentemente. Atendido así el ámbito de la paz, será más fácil en el futuro evitar la guerra. Naturalmente, para avanzar en esa línea hay que tener voluntad de actuar colectivamente en el exterior, provistos de lo necesario para tener éxito políticamente y dispuestos a una actuación militar únicamente cuando una adecuada gestión de la paz demuestre que aquélla se ha hecho inevitable. Para ello, Europa -sin los Estados Unidos (lo que no quiere decir contra ellos)- tiene que embarcarse en una definitiva consolidación de su política exterior y de seguridad (PESC).En este sentido es saludable identificar y asumir nuestros fallos y carencias del pasado inmediato, lo que no empece que asimismo destaquemos que la PESC es un proceso complejo y que será largo. Consagrada en el Tratado de Maastricht de 1992 y reforzada en el de Amsterdam de 1997, hasta ahora no ha cosechado demasiados éxitos. Desde luego no en África (Grandes Lagos), ni en Oriente Próximo o Yugoslavia. En 1996, el entonces comisario Manuel Marín lo recordaba contundentemente al Consejo de Ministros: "A la Unión le falta firmeza, no reacciona con rapidez y no es coherente. Ni siquiera puede cumplir lo que promete". Referido ello a la creciente marginalización europea en el proceso de paz israelo-palestino, Marín se lamentaba de que en este asunto la Unión era una potencia de quinto orden, por detrás de EEUU, ONU, Rusia e incluso Noruega (impulsora de los acuerdos de Oslo).
El peso de los intereses nacionales, la debilidad de las instituciones de la PESC y la ausencia de una verdadera identidad europea ha llenado de obstáculos el proceso. Y sin embargo, a raíz de Maastricht surgieron grandes expectativas porque el propio Tratado afirmaba que los Estados miembros apoyarían la acción política exterior y de seguridad de la Unión activamente y sin reservas, algo que no se ha dado. La actual guerra de los Balcanes -donde la escasa identidad exterior europea se diluye al actuar a través de una organización metaeuropea como la OTAN- comenzó a gestarse en 1991 con la descomposición de la antigua Yugoslavia. La primera crisis balcánica y el protagonismo americano (Bosnia, acuerdos de Dayton) supusieron una humillación para la UE, incapaz de aplicar una política exterior común. Es además constatable que distintos y contradictorios intereses nacionales europeos han dificultado hasta hoy el desarrollo de una genuina PESC. Buena y triste prueba de ello fue la decisión germana de reconocer el 16-12-91, contra el parecer de la mayoría de los Estados comunitarios, la secesión de Eslovenia y Croacia de la Federación yugoslava. El interés alemán primó sobre el interés europeo y la siembra de aquellos vientos contribuyó a la actual tempestad balcánica.
Ello no quiere decir que la PESC no tenga futuro, pero, como la propia Comisión reconoce, sería ingenuo pensar que unas cuantas enmiendas a los textos de la cooperación exterior vayan a producir, por arte ded magia, que Europa hable con una sola voz. Y sin embargo debemos perseverar en el empeño. La opinión pública europea ha de manifestarse para que la UE sea capaz de traducir su gigantismo económico en términos políticos. Términos que deben ser específicamente europeos, propios. Hemos de trabajar para que Europa se asiente en las relaciones internacionales como una potencia civil, un concepto que implica la construcción de una posición singular europea que pone énfasis más en los instrumentos diplomáticos que en los coercitivos, en el papel central de la mediación a la hora de resolver conflictos, en la importancia de las soluciones económicas a largo plazo para resolver los problemas políticos y en la necesidad de que los pueblos determinen su propio destino. Características que suelen ser ajenas a la actuación de las superpotencias.
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