_
_
_
_

Golpeada por sus genes

"Por tu culpa me estoy quedando ciego, me has pegado la enfermedad, te tengo un odio que te mataría". Fueron las últimas palabras que le dirigió su hijo adolescente antes de golpearla y echarla de la casa, en un pequeño pueblo de Valencia, el pasado 8 de diciembre. Durante cinco años este joven descargó con bofetadas, empujones e insultos todo el rencor que sentía contra su madre por haberle transmitido una enfermedad hereditaria degenerativa que le hacía perder la visión progresivamente. Atormentada por las palizas que le propinaba el hijo y las vejaciones a las que la sometían su marido y su hija, que llegaron a cambiar la cerradura para impedirle que entrara en casa, Isabel (nombre ficticio), de 47 años, decidió denunciar los malos tratos y refugiarse en la Casa de Acogida de víctimas de la violencia doméstica. Isabel, que lleva unas gafas con unos cristales muy gruesos y apenas distingue a una persona cercana, ha sufrido en sus carnes la cólera de su hijo desde que éste creció lo bastante para enfrentarse a ella. Cuando apagó 14 velas en su pastel de cumpleaños. Al muchacho no le convencieron las explicaciones que le repitió una y otra vez su madre: "Te juro que no sabía que sufría esta enfermedad hereditaria, si lo hubiera sabido no os habría tenido ni a tí ni a tu hermana". Tampoco remitió su resentimiento cuando su madre se desvivió para que pudiera asistir durante dos años a un colegio de deficientes visuales en Alicante. Ni cuando la mujer abandonó la Casa de Acogida en junio de 1994 (donde había ingresado en abril, por primera vez, huyendo de los malos tratos del marido) porque quiso estar presente en las operaciones a las que iba a ser sometido el hijo para mejorar su visión. Mientras se lo llevaban al quirófano, el joven, que este verano cumplirá 19 años, volvió a maldecir a su progenitora y a gritarle que era la causante de sus males. Tantos años de golpes e insultos han acabado por diluir el cariño de madre que sentía Isabel. Desde su refugio afirma que ya se ha librado del sentimiento de culpa que le reconcomía antaño. "Ahora ya no soy la idiota de antes, una se espabila con tantos golpes", asegura. Cuando le preguntan si tiene hijos niega con rotundidad: "Para mí están muertos, me repugna pensar en ellos porque me han hecho mucho daño; si no fuera por los asistentes sociales no estaría viva". Recuerda que durante muchos años se privaba "hasta de tomar un café con leche" para pagar el piso y sacar adelante a su familia. Su marido, obrero de la construcción, sólo trabajaba esporádicamente y la familia se mantenía, sobre todo, con la pensión de Isabel. "Tanto esfuerzo no me ha servido para nada", se lamenta. El calvario de esta mujer se remonta a su primer año de casada. Relata que su marido la maltrataba con frecuencia, pero siempre retiraba las denuncias porque le prometía que "iba a cambiar". La situación empeoró cuando el hijo creció y se ensañó con ella más que el marido. Hasta que en junio del año pasado el padre y el hijo la echaron de casa. Se refugió en el domicilio de una amiga, pero poco después volvió a creer las promesas del marido. "Me vengaré de tí, no quiero que vivas en esta casa", le advirtió el hijo nada más llegar, según consta en la denuncia que presentó meses después. En diciembre, el hijo cumplió su amenaza y volvió a dejarla en la calle. Isabel se cobijó de nuevo, durante un trimestre, en casa de su amiga, hasta que el 29 de marzo ingresó en la Casa de Acogida gracias a la gestión de un asistente social. Antes de refugiarse en el centro intentó en vano recoger sus pertenencias. Su marido había cambiado la cerradura y la increpó desde la ventana. La denuncia que presentó no sirvió de mucho: en el juicio, su marido confesó que la había echado de casa y sólo lo condenaron a una multa de 5.000 pesetas por coacción. "Yo me he quedado en la calle mientras mis hijos están con sus parejas en una casa que he pagado a medias", ironiza. "Estoy decidida a recuperar lo que me pertenece en los tribunales". Con la autoestima recuperada, sólo piensa en volver al pueblo lo antes posible. "Veo muy poco, pero allí conozco las calles y me manejo bien, no podría vivir en otra parte", reitera, sin que le incomode residir a pocos metros de una familia que tanto daño le ha causado: "No he robado ni he matado a nadie".

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_