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Apoteosis del Málaga en Primera

Una hora antes de que salgan las carrozas, los alrededores del Puerto de Málaga albergan una masa enfebrecida de aficionados a rayas blancas y azules. Todos con trompetas, tambores, radiocassetes, cualquier cosa ruidosa les sirve. Gritan, cantan, patalean. Todos allí. No falta nadie. Se celebra el ascenso del Málaga por todo lo alto. Dentro, detrás de las rejas que separan a la masa de los privilegiados, están las carrozas. Hay caballos lujosamente enjaezados, con cascabeles: hay futbolistas que los miran con una mezcla de miedo y gusto. Guede se les acerca con su hijo en brazos y les habla. Los cocheros, orgullosos, vestidos de rondeños, calculan a quién les tocará llevar. Catanha y Agostinho se suben al primero que ven, con sus mujeres y un niño chico. Están encantados. Mientras Catanha le da un petit suisse a la criatura de Agostinho, a pie de rueda el cochero Juan Martos discute con otro. "Este es el goleador más grande y se viene conmigo", dice alto y claro. Luego se vuelve al brasileño. "Estate aquí, Catanha, no te vayan a liar, a ver si te vas a subir a uno más chico que el mío". Pero son cosas del protocolo; las primeras carrozas, y la de Juan es una de esas, están destinadas a los políticos y los dirigentes. Así que Catanha y familia se mudan. Después de mucho tráfago, salen las carrozas en comitiva, precedidas de un montón de motoristas y coches de policía. Fuera, la gente no puede aguantarse la pasión y se empuja contra las vallas, contra los caballos, contra los guardias. Y siguen haciendo ruido. Ahogan la musiquita de los cascabeles con sus bocinas. "¡Málaga!", corean a la menor oportunidad. O cantan trocitos deshilachados del himno; "Málaga, la bombonera, flor de la costa del sol." Pero la música que prevalece, misteriosamente, es la tonada de la morena que pintó Julio Romero de Torres. Sale de un altavoz cercano. Los futbolistas y los caballos, nerviosos, suben por la calle Larios. Hay gente asomada a los balcones, muchachas con batas de peluquera en la acera, jubilados con nietos endomingados y banderitas, señoras comiendo helados. No es el mismo público de la Semana Santa, pero desmerece poco. "Campeones, campeones", vocean. O "Ea, ea, ea, el Málaga en primera". Cruzan la plaza de Uncibay con dificultad. Todo el centro de la ciudad está colapsado. Poco más allá, las niñas de una escuela de danza española ocupan la acera y, sacudiendo sus faldas de vuelo y sus castañuelas, saltan al son de la consigna más repetida de esta fiesta: "Sevillano el que no bote". Todos botan con alegría malaguita. El desfile triunfal rodea la Plaza de la Merced y avanza por la calle de la Victoria. Ahora hay familias enteras, con el perro atado con una bufanda del Málaga, con el bebé de pocos meses envuelto en una bandera blanquiazul. Cuando llegan al Santuario de la Victoria es la apoteosis. Parecía imposible que quedase más gente, pero queda, y qué ímpetus. Los primeros en bajar a tierra son Fernando Puche, el presidente, y Joaquín Peiró, el entrenador. Los aficionados corean sus nombres con admiración. Sólo uno, en voz baja, da un codazo discreto y dice "estos mismos pedían su cabeza hace cuatro meses". Pero ahora lo que quieren es que Puche bote, y el presidente, sin dejar de masticar su chicle, les sigue la corriente. "Es fabuloso", pondera, "ésta es la afición que tenemos". Entretanto los futbolistas van llegando. Enchaquetados, elegantes, sonriendo como estrellas de cine. Los espectadores, en el más puro estilo del festival de Cannes, les miran subir las escaleras, les llaman por sus nombres para hacerles fotos, pretenden besar a sus niños, les piden aún más autógrafos. Van a hacer una ofrenda de crisantemos de los dos únicos colores posibles. El párroco y rector del Santuario, exultante en su vestidura blanca, les da la bienvenida mientras las campanas comienzan a picar. Ni así se puede ahogar el rugido de la multitud. El cura da las gracias a los jugadores, "que se han portado como caballeros", les transmite las felicitaciones del obispo, pide protección divina para el club y reza varios avemarías. Los futbolistas piensan en lo que les queda; la recepción en el Ayuntamiento, la noche larga, larguísima. Fuera, los aficionados hacen la ola, agitan un boquerón gigante, reclaman la bota de oro para Catanha. ¿Hay mayor prueba de amor?

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