Colchones y recepciones
LUIS DANIEL IZPIZUA Un hombre tenía dos hijos y el menor de ellos dijo al padre", se lee en Lucas 15, 11. Lo que viene después de esas palabras es bastante conocido, pues no se trata sino de la parábola del hijo pródigo: el hijo que se va y es festejado a su regreso. Conviene recordar, sin embargo, que ese hijo, que estaba muerto y ha vuelto a la vida, perdido y ha sido hallado, penó su culpa, se arrepintió e hizo un ejercicio de humildad. Minucias evangélicas, sin duda, pero queremos recordar que las parábolas valen enteras, y no mutiladas del fragmento que no nos complace. Nos alegramos mucho de que en nuestro país haya quienes han vuelto a la vida, aunque echamos de menos en ellos un pequeño ejercicio de humildad. Dicen que no se deben mezclar los planos, y que los problemas políticos requieren soluciones políticas, como les gusta afirmar a quienes tienen la capacidad de deslindar en la praxis humana territorios que se excluyen. Desde esa perspectiva, humildad y perdón serían categorías éticas que nada tendrían que ver con la política. Yo no estoy tan seguro de ello. Entre nosotros está en marcha un proceso de paz y, simultáneamente, otro de recuperación para la vida democrática de un sector determinado de la sociedad. Y no se quiere que en ese proceso haya vencedores ni vencidos, pues se afirma que una solución en esos términos sólo enmascararía un problema que seguiría latente. Pero una sociedad que ha vivido inmersa en la violencia política, no sale indemne de la misma sin haber pronunciado un veredicto sobre ella. No estoy hablando de condenas, que bienvenidas sean. Estoy hablando de asumir o no la praxis violenta entre los postulados fundacionales del propio devenir político de esa sociedad. En una sociedad que la asume, la violencia ha vencido. Algo así es lo que puede estar sucediendo en Euskadi. Al llamado MLNV no sólo no le gusta hablar de derrotas, sino que además ha programado su victoria. La paz ha sido planteada en los términos de una operación que supone el secuestro de una sociedad, a la que se le impone una dinámica que no rompe con el pasado violento, sino que constituye su culminación victoriosa. Son los postulados del MLNV los que se imponen frente a la andadura política que habían puesto en marcha las fuerzas democráticas. De ahí que no condenen la violencia -que vendría a ser el crisol de esa nueva sociedad-, de ahí que tampoco consideren la posibilidad del perdón, de ahí que no contemplen siquiera la negociación con el Gobierno español. Una negociación supondría el final de un movimiento que pasaría a iniciar una nueva etapa, y su pasado violento sería exclusivamente suyo. Una negociación, además, ni en el mejor de los casos sancionaría el triunfo de los postulados de ese movimiento. Pero el MLNV no busca el final, sino la continuidad. Y pretende que esa continuidad sea la de toda la sociedad vasca; que nuestro origen sea el de ellos. Es cierto que toda esa operación no hubiera sido posible sin la connivencia de otras fuerzas políticas con clara trayectoria democrática -lo que se ha dado en llamar el colchón de aterrizaje de la tregua- y que esa contribución le otorga cierto cariz de inocencia, de regeneración democrática, de recepción al hijo pródigo. Sin embargo, mientras esa actuación se configure como la plasmación política de la actuación violenta, sin que sancione una ruptura con ella en sus mismas expectativas, la recepción se convierte en entrega, es decir, no es el grupo violento el que se integra en el horizonte de las fuerzas que lo acogen, sino que son éstas las que se incorporan a la estrategia de aquél. Tal vez deriven de ahí el desconcierto y la irritación de las fuerzas políticas que quedan fuera de Lizarra. Víctimas principales de la agresión violenta, ven cómo se arrincona el proyecto político e institucional en cuya construcción habían participado, en beneficio de otro proyecto que pretende erigirse desde esa misma violencia padecida, que queda así legitimada. No deja de ser un sarcasmo considerar, como hacen algunos, que esa irritación es fruto de la nostalgia por la violencia perdida, porque con la violencia vivían mejor. Esa irritación sigue siendo una protesta contra la misma violencia, que no ha sido expurgada de la nueva sociedad que se erige, sino convertida en su origen, su fundamento más sólido. Las víctimas no pueden quedar sino fuera.
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