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Don Antonio López, un destino posible RICARD VINYES

La estampa del marqués de Comillas cubierto con anchas cintas de algún material suave y negro constituye una emoción estético política absolutamente placentera en la ciudad. Al fin y al cabo, que algunos ciudadanos jóvenes identifiquen la escultura de don Antonio López López como un monumento indigno de ser exhibido por una ciudad, es meritorio. Primero, porque indica que conocen al personaje, algo poco habitual con la casi totalidad de esculturas públicas conmemorativas. Segundo, porque con un respeto encomiable para con la figura y ornamentos han mostrado su rechazo político al contenido, es decir, a lo que fue, simbolizó y simboliza aquel nefasto personaje: el enriquecimiento rápido a costa del engaño y el oprobio humano, un monumento al arribista sin escrúpulos, capaz y espabilado, un nuevo rico que hizo los cuartos con el comercio de negros y que, convertido en la primera fortuna de España, maniobró hábilmente para obtener lo que todo nuevo rico desea: prestigio social para encubrir su origen. En 1936, le echaron una soga al cuello y con un camión lo tumbaron del pedestal. En 1939, cuando la ocupación franquista de la ciudad, las nuevas autoridades -con el señor Miguel Mateu, alcalde azul al frente- encargaron una nueva escultura a Marès y pusieron la cosa en su sitio. Finalmente, hace unos días, a don Antonio lo han enlutado con material de poliéster o algo por el estilo. Una queja lícita y civilizada. No sería bueno que las autoridades lo tomaran sólo como una anécdota de tribu urbano-política; es distinto a eso puesto que pone a colación asuntos culturales significativos respecto a la escultura pública conmemorativa. En primer lugar, todo monumento conmemorativo debe ser conocido por los ciudadanos puesto que se supone que exalta algo ejemplar; en segundo lugar, un monumento no sólo expone un personaje o acontecimiento, sino también un contexto, siempre complejo, en el que la autoridad representativa del momento propone sus modelos éticos y políticos. Bien, el conflicto reside en que, a veces, el conocimiento histórico de personajes o actos homenajeados por la escultura pública resulta que repugna los valores ético políticos dominantes en los ciudadanos, que hoy en nuestro caso coinciden con valores democráticos universales. Cuando aparece ese conflicto entre el modelo ético político que contiene el monumento y los valores dominantes de la sociedad, aparecen siempre tres actitudes. La primera es propia de grandes convulsiones populares o de regímenes autoritarios, y consiste, en el primer caso, en dar rienda suelta a una fiebre iconoclasta arrasadora de toda piedra que se identifica con los símbolos de opresión; en el caso de las dictaduras, la demolición es mucho más selectiva y se realiza por decisión de la nueva autoridad competente. En ambos casos, aunque con razones distintas, el elemento histórico presente en todo monumento desaparece, bien por destrucción física en el primer caso, bien por su desguace o por su ocultamiento en polvorientos almacenes. En una u otra situación se priva al ciudadano del conocimiento histórico que aquella pieza posee, algo muy grave puesto que ese conocimiento es un derecho civil más. La segunda actitud posible es la pasividad de la Administración, la indiferencia, el "no ha lugar" sobre el tema basado en el desconocimiento del público en lo referente al patrimonio escultórico de su ciudad. Siempre me pareció una actitud lamentable porque fomenta la inhibición del personal respecto a los emblemas y modelos del lugar donde habita y que pueden ayudarle a comprender su presente y transformarle de analfabeto a lector inteligente del entorno monumental. La tercera opción es la retirada de la pieza y su contextualización en un museo. Por ese procedimiento, el monumento queda desprovisto de su mensaje de ejemplaridad pública, se transforma

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