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LA CRÓNICA Fin de curso JAVIER CERCAS

Javier Cercas

El curso académico toca a su fin. El momento es, por una parte, de alivio; de pánico por otra. De alivio porque dentro de poco se acabarán las clases; de pánico porque, cuando acaben las clases, empezarán los exámenes. Todos tendemos a olvidar con facilidad, pero yo no creo que a nadie se le vaya a olvidar nunca el temor y la angustia que experimentaba al ir a examinarse. En mi época la ceremonia solía empezar el día anterior. Uno, que estaba más cerca de los 10 que de los 20 años y que era un chico más bien aplicado, se quedaba en su casa a estudiar, quizá por hábito, o porque pensaba que estudiando podía aprender algo importante, y al día siguiente oía con una mezcla de envidia y aprensión los relatos de gente que se había reunido a estudiar y había acabado envuelta en una orgía de pastillas y alcohol y sexo y nerviosismo. (A esa práctica salvaje se la llamaba nit d"estudi). Pero llegaba la hora de la verdad y en un aula como un horno se nos entregaba el examen y empezábamos a escribir vigilados por profesores que se emboscaban detrás de libros descomunales. En mi colegio los profesores, a quienes uno tendía a ver como gente invulnerable, vacilaban entre el sadismo y la compasión. Recuerdo que el más sádico nos hacía subir al estrado y, después de humillarnos con nuestra ignorancia, sentenciaba: "Como soy muy benevolente y compasivo te pondré un... uno" (este individuo vivía en un estado permanente de cólera bíblica; su grito favorito era: "¡En esta clase no va a aprobar ni Dios!". Un día, después de oír por enésima vez la amenaza, mi compañero de pupitre fue expulsado de la clase por soltar en voz alta: "Jesucristo: cuatro coma cinco"). Recuerdo que el más compasivo, que se llamaba Cortés y enseñaba biología, la víspera del examen casi nos anunciaba las preguntas que iba a poner; un día mi compañero de pupitre le preguntó si iba a preguntar los lipoides. "De los lipoides no os preocupoides", dijo. (Antes de cualquier examen este buen hombre nos aconsejaba siempre: "Lo breve, si breve, dos veces breve"). Los profesores variaban mucho, ya digo, pero nuestra sensación al acabar un examen era casi siempre la misma: de alivio, desde luego, pero también de decepción, porque uno no podía ahorrarse la certidumbre secreta de no haber aprendido nada de verdad importante. De todo eso hace ya mucho tiempo, pero sigo sin poder olvidar el temor y la angustia de los exámenes, entre otras cosas porque ahora soy yo quien los pone. Cuando lo hago me acuerdo siempre de mi compañero de pupitre, del que no he vuelto a saber nada, y de mi compasivo profesor de biología, que ojalá siga siendo ambas cosas. (En cuanto al sádico, procuro no pensar nunca en él, porque lo breve si breve dos veces breve). No sé por qué, pero poner exámenes me parece casi siempre un ejercicio triste; también, en mis peores momentos, un ejercicio inútil. Uno, que anda ya más cerca de los 40 que de los 30 y que a veces piensa que tal vez hubiese aprendido más asistiendo a aquellas nits d"estudi salvajes que quedándose en su casa, en estas fechas se acuerda a menudo de Oscar Wilde: "En los exámenes los tontos hacen preguntas que los sabios no pueden responder". Así que pongo mis preguntas tontas y, mientras los espío emboscado detrás de mi libro descomunal, viéndolos sudar en el calor de horno de la clase, me digo con envidia que más de uno habrá pasado la noche anterior en una orgía de pastillas y alcohol y sexo y nerviosismo, y también me digo que ahora sé que las cosas no son como yo creía: ahora sé que los profesores no son invulnerables, sino carne de depresión, como sé que la consideración de que mayoritariamente gozan es ínfima, en parte porque, aunque la gente se llene la boca hablando de la importancia de la educación, en el fondo ésta les importa un rábano, y en parte porque muchos profesores, quizá contagiados por el desprecio ambiental, acaban despreciando su propio trabajo -que es una forma de despreciarse a sí mismos-, o porque han olvidado la advertencia de Joubert: "Enseñar una cosa es aprenderla dos veces". O quizá es que, por mucho que uno se empeñe en creer que sí pueden enseñarse algunas cosas de verdad importantes, en el fondo del fondo todos sabemos que nadie puede ejercitar a nadie en los pocos aprendizajes que de verdad cuentan. En el aprendizaje de la decepción, como lo llama Félix de Azúa. O en ese otro aprendizaje del que habla Nietzsche: "Poco a poco he comprendido el defecto más general de nuestro tipo de educación y formación: nadie aprende, nadie quiere aprender, nadie enseña -a soportar la soledad".

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