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Tribuna
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Los órganos

El Estado de Pensilvania planea contribuir con 300 dólares (unas 45.000 pesetas) a los funerales de toda persona que esté dispuesta a donar sus órganos. Tratando de eludir una ley federal de 1984 que prohíbe comerciar con despojos humanos, la nueva ordenanza se presenta como una mera ayuda para las exequias, pero todo el mundo comprende que así se abre una puerta para el pago y tráfico de vísceras. En Estados Unidos hay alrededor de 62.000 personas pendientes de un trasplante. Lo ideal sería, obviamente, la entrega desinteresada de un semejante, pero aun en España, número uno del mundo en tal solidaridad, se cuentan hasta 1.000 pacientes sólo en la Comunidad de Madrid en continuada espera. ¿Por qué no habría de compensarse la donación de órganos si con ello se resolviera el déficit que hace morir a muchas personas?Una razón es que los pobres se convertirían así en los centros de suministro global, y esto repugna a la dignidad humana. Sin embargo, ¿quiénes son los que desempeñan a diario los trabajos más penosos, y arriesgan sus pulmones, sus corazones o sus vértebras en provecho del bienestar general? Una madre indigente se vería acaso inclinada a vender un riñón para pagar la educación de un hijo, pero ¿cuántos sacrificios de padres o madres no son superiores a esta decisión?

En el debate que se ha provocado en varios lugares del mundo -mientras no salimos aquí del enredo del lino- se tiende a distinguir entre pagar por los órganos de un muerto o los de un vivo, con tesis crecientes que apoyan las recompensas para el caso de defunción. Otra cuestión, no obstante, en Estados Unidos es que si hasta los adolescentes llegan a matar hoy por nada, ¿cómo no temer que el problema tienda a extenderse y agravarse con el estímulo de una remuneración?

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