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Copla y memoria

FÉLIX BAYÓN El último disco de coplas de Carlos Cano tiene un aire canalla. Un aire que se presiente lleno de humo de tabaco y de un rumor de entrechocar de vasos. Es esa misma atmósfera tabernaria que se barruntaba en los primeros discos de la caboverdiana Cesaria Evora. En fin, una atmósfera muy poco respetuosa con la corrección política, muy poco aséptica, como corresponde a este hombre que viene huyendo de la sumisión, de los caminos fáciles, tanto en su trabajo como en su actitud ante la vida y, por supuesto, ante la política. En La copla, su último disco, sorprende cómo Carlos Cano se ha ido despojando de coartadas a la hora de acercarse a este género. Lo ha hecho con convencimiento, sin pedir disculpas, sin concesiones ni visajes culteranos, aunque en el disco hay más de un guiño: como el aire dixie que envuelve a Tani o la presencia en buena parte de las grabaciones de un músico de culto como el saxofonista Pedro Iturralde. A veces -y este no es, desde luego, el caso-, la fusión musical no es más que una excusa o una eximente, como si se tratara de decir: "Lo mío es la copla (o el flamenco), pero también me gusta el jazz (o el reggae, o el blues, o la música sinfónica); fíjate si soy culto y moderno". Es ésta una actitud vergonzante que, más que la fusión, lo que pretende es enmascarar el producto con otros más prestigiados, siguiendo la técnica propia de los cocineros deshonestos que encubren con salsas las carencias de las materias primas. Pero Cano no tiene esos complejos: lleva años repitiendo que se siente más heredero de la copla que de Bob Dylan, del pasodoble que del rock. Él nunca ha querido disfrazar su pasado. Es de los pocos españoles progresistas de su edad que no cuenta que estuvo en el mayo del 68. Aquel mes, probablemente, le cogió en Alemania, de emigrante, haciendo de tipógrafo o fabricando farolillos para féretros. En su último disco, Carlos Cano ha tratado de revivir el clima que rodeaba a esas canciones cuando, según ha escrito, eran "cantadas en la mesa de camilla, en la cocina y en los balcones del atardecer". Buena parte de su homenaje a la copla tiene un aire festivo, de fiesta de pueblo polvoriento y alegre. En consecuencia, hay coplas como Chiclanera a la que los trombones dan aspecto de pasacalles y otras como Ay, pena, penita, Limón limonero, o Me embrujaste en las que el peso del acompañamiento lo lleva una sección de pulso y púa. Como siempre, todo está hecho muy a conciencia, con ese aspecto sencillo que sólo se alcanza a base de mucho trabajo. Este nuevo disco de Carlos Cano es una etapa más en su eterna huida de la autoimitación. A la copla vuelve después de pasar por el lorquiano Diván del Tamarit, su arriesgada aportación al año Lorca. El reencuentro de Carlos Cano con la copla -que ya tuvo su prólogo, hace años, con una primera grabación de La bien pagá- no pretende ser arqueológico: se basa en un capital de sentimientos que sólo poseen quienes nacieron antes de que se popularizara la televisión, cuando la radio -aún todo un lujo técnico al que no se le había perdido el respeto- ponía la banda sonora a la vida.

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