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52º FESTIVAL DE CANNES

Jim Jarmusch resuelve con humor un relato áspero y truculento

Dumont, Bellocchio y Ron Howard completan una jornada algo gris

ENVIADO ESPECIALGhost dog, de Jim Jarmusch, no estuvo a la altura de la expectación que lo rodeaba, fomentada por la singularidad de la idea argumental: un samurai negro, interpretado por el genial Forest Whitaker, se mueve en las sombras, ejerciendo su tarea de ángel exterminador al servicio de un gang mafioso. Pero no decepciona. Es divertida, está bien hecha y se agradece su buen gusto, humor y ligereza.

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Mientras tanto desfilaron otras tres películas de muy diferentes registros, pero con algún despunte de mérito, aunque, en general, sosas, lo que hizo a la jornada de ayer la primera gris de este movido festival. Claro que su sosería se atenúa un poco si se las mira con buena uva y se deducen de ellas algunas sonrientes conclusiones, como la de comprobar con sorpresa que el norteamericano Ron Howard no ha hecho en EDtv -secuela en plan verosímil del aparatoso vuelo alegórico de El show de Truman- una película espantosa, como era lo lógico, sino, incomprensiblemente, sólo mala.Y descubrir asombrados en El ama de leche que el sutil italiano Marco Bellocchio no obliga a Valeria Bruni-Tedeschi a hacer una felación a Fabrizio Ventivoglio en el tejado del cuartel de carabineros de Palermo, ni a éste bajarse los pantalones para cubrir con sus excrementos una fotografía de mamá durante una alocución navideña del Papa en la plaza de San Pedro, sino que se limita pudorosamente a esbozar, siguiendo el hilo de un cuento de Pirandello, un contrato de alquiler de tetas por una recién parida adinerada, pero seca, a una generosa amamantadora proletaria, mientras (para que la cosa quede más clara) los rojos sicilianos se echan a la calle indignados a hacer la revolución e Italia entera agradece al sutil cineasta que haya resuelto por fin el enigma de si hay o no hay ballenas en la fuente del río Tíber.

Y, ya que la película de Jarmusch se nos anunció como áspera y truculenta, comprobar que su rosario de crímenes es en realidad un florilegio franciscano comparado con las lindezas que cuenta el francés Bruno Dumont bajo el comedido título de La humanidad, pues la cosa, aunque ocurre en una zona rural de la costa norteña francesa, va de metáfora universal, en la que un policía tonto y bueno lleva a cabo la parsimoniosa investigación del lúgubre asesinato y violación de una niña, con un plano detallado y persistente de su ensangrentada vagina en contrapunto con otra toma con lupa de la entrepierna de la novia adulta del asesino cogida en pleno derroche de hembra bien atendida. Y esto, y mucho más, a lo largo de dos lentísimas, inacabables y elaboradísimas tres horas completamente siniestras, que harían a la película soportable si fuera mala, porque queda el recurso de reírse de ella, pero resulta que es una concienzuda metáfora del horror de vivir, tan sinuosamente bien elaborada, que puede optar a algún premio. Estupendo cine disuasorio, que quita las ganas de volver a pisar una sala.

A la sombra de La humanidad, las sanguinarias hazañas del samurai protagonista de Ghost dog son un festín de cine bucólico. Que Jim Jarmusch tiene gracia se sabía desde que comenzó su carrera, en 1980, pero que pudiese conservarla mientras sigue las huellas de Forest Whitaker en sus silenciosas correrías nocturnas en busca de cabezas en las que meter una bala entre ceja y ceja, no se sabía hasta ayer. Este ya veterano cineasta de la modernez norteamericana es de los que saben sacar agua de un pedernal, de modo que logra, sin hacer perder nunca su severa dignidad al samurai, introducir por las rendijas del sombrío relato una refinada y variada gama de golpes y de engranajes de humor, hasta el punto de que las batidas que emprende el singular pistolero contra un gang de mugrientos mafiosos resultan no sólo divertidas, sino también edificantes, sin perder nada de su violencia. Es de esa violencia de donde Jarmusch extrae paradójicamente la gracia, y esto ennoblece y hace elegante su forma de abordar un asunto tan por los suelos y tan propio de uno de los aspectos más rastreros del cine actual.

Juega Jarmusch muy hábilmente con lo inverosímil, hasta hacerlo creíble sin que dejemos de percibir su realidad. De ahí la sensación de juego macabro, de poema lúgubre, de retablo gozoso de horrores, que se escapa de la mole negra de este trágico perro fantasmal que deambula por las calles de la ciudad siempre acariciado por los amables tentáculos de la comedia.

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