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Tribuna
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Guerra en el Congreso

Casi dos meses después de iniciados los bombardeos de la OTAN, los halcones que se oponen a cualquier salida negociada del conflicto de Kosovo bajo los auspicios de la ONU exigen la invasión de Yugoslavia. Las anticipatorias conclusiones de Rafael Sánchez Ferlosio al analizar las dimensiones descriptivas, admonitorias y normativas de un viejo refrán chino ("Cuando la flecha está en el arco, tiene que partir", Claves de razón práctica, abril de 1990) mueven al pesimismo: las amenazas abren el camino para que la voluntad humana disfrace como fatalidad sus designios. ¿Qué haría España en ese trance? Hace una semana, Aznar respondió a una pregunta de IU sobre su intención de pedir o no autorización al Congreso para el envío de tropas; su ambigua réplica se pareció más a una charada de salón o a una profecía de Nostradamus que a una declaración política: el Gobierno presentará "ante los grupos parlamentarios" un informe para fijar "las pautas generales o el código de actuación" que le permitan establecer "los mecanismos convenientes" en sus relaciones con las Cortes orientados a dar respuesta a "cualquier circunstancia" surgida "en esta o en otras operaciones de carácter humanitario" de la OTAN.Este compromiso de Aznar podría ser interpretado a la luz de aquel irreverente chiste bíblico que atribuye a San Pedro el error de tomar como un acertijo las palabras de Jesús en la Última Cena ("dentro de poco ya no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver", Juan, 16, 16) y el acierto de solucionar la adivinanza: "¡la gallina!". El presidente no se considera vinculado por la obligación jurídico-constitucional de conseguir la autorización del Congreso para comprometer a las Fuerzas Armadas españolas en las operaciones de la Alianza Atlántica. El frontal rechazo de la tesis -sostenida casi en solitario por Anguita- de que la participación militar en el conflicto de los Balcanes encaja como la mano en el guante dentro del artículo 63.3 de la Constitución ("Al Rey corresponde, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y la paz") exige al menos la cortesía complementaria de precisar cuándo y cómo sería aplicable ese precepto: ¿cabe imaginar que un mandato constitucional de tal envergadura fuese sólo una cláusula de estilo vacía de contenido, arcaico vestigio retórico de tiempos pretéritos?

Otros críticos de Aznar aducen que la adhesión de España al Tratado de Washington bajo el amparo del artículo 94 de la Constitución impide al Gobierno adoptar por su cuenta y riesgo la decisión de enviar tropas a los Balcanes bajo la bandera de la Alianza. Según ese punto de vista, sólo un tratado cubierto por el artículo 93 hubiese podido transferir a la OTAN (considerada como "una organización o institución internacional") las parcelas de soberanía ("el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución") necesarias para implicar a España en operaciones militares -aéreas o terrestres- sin autorización parlamentaria. Tampoco este argumento resulta concluyente. El Congreso respaldó el 14 de noviembre de 1996 por abrumadora mayoría una resolución conjunta de populares, socialistas y nacionalistas catalanes y vascos para aprobar la participación plena de España "en la Alianza renovada" y en su "estructura de mandos única", suprimiendo así una de las condiciones restrictivas del referéndum consultivo de 1986 que ratificó la permanencia de España en la OTAN. Esa resolución de la Cámara parece dar autonomía operativa al Gobierno español, como miembro del Consejo Atlántico, para codecidir con sus 18 socios la intervención de nuestras tropas en Kosovo.

Este debate jurídico muestra el respeto del Parlamento español hacia el Derecho interno, en abierto contraste con el mayoritario desdén del Congreso por el Derecho internacional, la Carta de las Naciones Unidas y el carácter defensivo del Tratado de Washington. Tal vez la política termine prevaleciendo siempre sobre el derecho en caso de conflicto; esa indeseable moraleja sería entonces también válida para el escenario nacional: aunque el Gobierno no tuviese la obligación jurídico-constitucional de consultar al Congreso sobre la guerra de Yugoslavia, su deber político-democrático de rendir cuentas al Parlamento es obvio.

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