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Adiós a las armas

Aunque todas las técnicas y herramientas pueden ser usadas con malas intenciones, su función principal suele ser beneficiosa, o al menos moralmente indiferente. Un criminal puede matar a alguien pegándole un martillazo en el cráneo, atropellándolo con el coche o abriendo la espita del fogón de gas, pero el martillo está hecho para clavar clavos; el coche, para transportarnos, y el fogón, para cocinar. Una excepción a la aséptica neutralidad moral de la tecnología la constituyen las armas de fuego, que sólo sirven para matar. Carecen de otra función o utilidad que no sea la de segar la vida de un ser humano o, en general, de un animal libre. El horror de la muerte violenta no es un efecto colateral indeseado, sino la esencia, finalidad y única razón de ser de las armas. Incluso a los admiradores de los Estados Unidos nos choca la abundancia de armas de fuego (tantas como ciudadanos), que circulan como un oscuro río de muerte potencial por casas, calles, escuelas y montañas de ese país, creando un clima de inseguridad colectiva, que, sin duda, constituye el mayor fracaso de la sociedad americana. Con tantas armas por todas partes, no es de extrañar que continuamente ocurran tragedias. Jugar con armas de fuego siempre es peligroso. Incluso el rey Juan Carlos mató a su hermano jugando con una que creía descargada. Los niños americanos con frecuencia se matan unos a otros jugando con las armas de sus padres, o, más siniestramente, empuñándolas para vengar supuestos agravios escolares. El año pasado, dos niños (de 11 y 13 años) cogieron los rifles de sus padres ausentes y mataron a tiros a cuatro compañeras y una maestra de su escuela en Jonesboro (Arkansas) para desahogar un temprano revés sentimental. El mes pasado, dos chicos (de 17 y 18 años) armados hasta los dientes con dos fusiles de cañones recortados, una metralleta, un rifle automático y diversas bombas de mano, provocaron una espantosa matanza en su escuela, junto a Denver (Colorado), para vengarse de los compañeros que se habían reído de ellos. Eligieron el día del cumpleaños de Hitler para su acción, que acabó con su propio suicidio, tras haber matado a 12 estudiantes y un profesor y haber herido de bala a 23 compañeros más. El mundo entero está lleno de psicópatas. Incluso los cuerdos se irritan a veces, la sangre se les llena de adrenalina y pierden el control de lo que dicen o hacen. Todos los días la gente se insulta por una plaza de aparcamiento o cualquier otra minucia. Si no echan mano del revólver es porque, afortunadamente, no tienen un revólver a mano. Cuantas más armas de fuego circulen, tanto más serán usadas y más inocentes morirán de un modo absurdo e injusto. En Estados Unidos hay más armas de fuego que en ningún otro país desarrollado y, consecuentemente, la probabilidad de morir de un balazo es cincuenta veces superior que en Inglaterra o en Japón. Todos mis amigos americanos están horrorizados por la situación y desearían que las armas de fuego estuviesen prohibidas. Incluso el mismo presidente lo desearía. ¿Por qué no se pone coto a esta locura? Los dos factores principales son la Constitución y la Asociación Nacional del Rifle.La Constitución de los Estados Unidos de América, aunque aprobada en 1787 por la Convención reunida en Philadelphia, todavía tenía que ser ratificada por los diversos Estados de la Unión, algunos de los cuales, recelosos de una posible acumulación de poder en el Gobierno federal, se negaron a ratificarla mientras no incluyese una referencia explícita a los derechos de los ciudadanos. James Madison, "el padre de la Constitución", redactó entonces el Bill of Rights (declaración de derechos), en forma de una serie de enmiendas a la Constitución, que así complementada fue finalmente ratificada el 1791 por todos los Estados, con lo que pudo entrar en vigor. Los Estados no estaban dispuestos a renunciar a sus propias milicias de ciudadanos, por lo que deseaban anclar en la Constitución la garantía de que el Congreso federal no podría nunca desarmar a la milicia de ningún Estado. Por eso la Segunda Enmienda dice: "Siendo necesaria para la seguridad de un Estado libre una milicia bien regulada, no se infringirá el derecho del pueblo a tener y portar armas". Esa enmienda ha sido luego interpretada como una garantía del derecho de los ciudadanos a portar armas, sin más. Un Estado puede restringir las armas en su propio territorio, pero el Gobierno federal no puede hacerlo. La prohibición de las armas de fuego en todo el país, que sería la única medida eficaz, requeriría cambiar la Constitución. La aprobación de una enmienda constitucional requiere el voto favorable de dos tercios de ambas cámaras del Congreso, y su posterior ratificación por los parlamentos de tres cuartas partes de los Estados. Estas condiciones son difíciles de cumplir. De las 7.000 enmiendas consideradas por el Congreso, sólo 26 han acabado siendo aprobadas. De ellas, 10 fueron propuestas por Madison. En los últimos 200 años sólo se han aprobado 15 enmiendas.

La tenaz oposición de la National Rifle Association (NRA) impide cualquier enmienda contra las armas. La NRA es una potentísima asociación de cazadores, aspirantes a Rambos, civiles travestidos de militares y fabricantes y vendedores de armas, que cuenta con tres millones y medio de miembros cotizantes y fácilmente movilizables. Sus generosas contribuciones a las campañas electorales de los congresistas afines y su enorme poder de convocatoria entre los sectores más fanáticos e incultos de la población hacen de la NRA un lobby capaz de bloquear cualquier intento de reforma. La desvergüenza de la NRA no tiene límites. Cuando la ciudad de Phoenix pretendió prohibir que los niños llevaran armas, la NRA se opuso inmediatamente. Incluso ahora, todavía caliente la sangre de las víctimas de la escuela de Denver, no han vacilado en celebrar su convención anual en esa ciudad, a pesar de la oposición del alcalde y de la población local. Su comentario oficial a la matanza fue que la sociedad americana necesita más armas, no menos, pues si los maestros de la escuela hubieran estado armados, podrían haber abatido enseguida a los dos adolescentes exterminadores.

El problema no es sólo americano. En 1996, el psicópata Thomas Hamilton (con permiso legal de armas) entró con cuatro pistolas en la escuela de Dunblane (Escocia) y acabó en menos de tres minutos con la vida de 16 niños de cinco y seis años y de su maestra. Al menos el gobierno británico reaccionó a la horrible matanza poniendo fuera de la ley todas las armas cortas (excepto las de tiro olímpico de calibre 22, que, sin embargo, deberán permanecer depositadas en los clubes de tiro). También en 1996 el demente Martin Bryant mató a tiros a 35 personas en Tasmania, a consecuencia de lo cual en Australia se prohibieron una amplia gama de armas de fuego, como los populares fusiles de caza de tiro rápido. En España circulan legalmente tres millones de armas. Los psicólogos han alertado ante la falta de rigor en las pruebas para la obtención de la licencia de armas, que permiten que se conceda a cualquier psicópata, como el cazador con permiso en regla que hace tres años mató a cuatro personas con una escopeta durante la procesión del Corpus en la aldea leonesa de Herreros de Rueda. De hecho, todos los años los cazadores hispanos matan a personas inocentes en el campo, y basta con que digan que confundieron a la víctima (una mujer leyendo el periódico bajo un árbol, por ejemplo) con un jabalí para que los jueces los absuelvan. Increíblemente, el PSOE y CiU acaban de pedir en el Senado que se facilite aún más el acceso de los cazadores a las armas de fuego.

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Hay que poner coto a la producción, venta, posesión y uso de pistolas, escopetas, rifles, metralletas, minas, granadas, bombas de todo tipo y demás instrumentos monográficos de muerte y destrucción. Hay que aspirar a un mundo sin pistoleros, cazadores, terroristas, milicianos no psicópatas armados. Hay que decir adiós a las armas.

Jesús Mosterín es profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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