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Mierda de perro

PEDRO UGARTE Hace pocos días el Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz dio a conocer los datos: el censo de perros en la modélica capital de Euskadi es de 11.000 animalitos. Pero lo ciertos es que, puestos a dar cifras, hay gente que no para y que nada le parece suficiente: el año pasado, los entrañables canes de Vitoria generaron doce toneladas de heces fecales, de pura y compacta mierda (Doce toneladas. Dios mío). El que escribe estaba persuadido de las bondades urbanísticas de la ciudad. Había paseado por sus calles peatonales, por sus extensas zonas ajardinadas, con resentimiento de viejo bilbaíno entresacado de las nieblas siderúrgicas. Y, de pronto, la contabilidad del excremento viene a acabar con parte de la leyenda. El volumen de inmundicias que depositan los perros sobre el asfalto de Vitoria sobrecoge a cualquier ciudadano ajeno a los servicios municipales de limpieza. Sólo ellos estaban al tanto (hasta ahora) del secreto. Se trataba de una evidencia invisible, una de esas obviedades en las que uno jamás había reparado. Mil perros generan al año un volumen de mierda superior a la tonelada, y hay que presumir que más, ya que el dato alude sólo a lo que se abandona en la calle, y no a las inmundicias que recogen abnegadamente los ciudadanos más conscientes, después de que su pequeño amigo haya procedido a aliviarse. Uno no quiere pensar en cómo se cuantifican tamañas cantidades, pero quizás algún laborioso funcionario merecería un notable complemento salarial por entregarse a esa labor callada, abnegada y fétida. El mejor amigo del hombre se convierte de repente en una buena excusa para aludir a la mierda, a la Mierda con mayúsculas, a esa mierda metafísica, simbólica, que discurre por debajo de nuestra aséptica civilidad. Hemos logrado evitar el contacto con el testimonio más directo de nuestra orgánica miseria. Más allá de las zonas ajardinadas, de los modernos edificios de oficinas, de las hermosas urbanizaciones, transcurre en secreto un caudal de ingente porquería que generamos sin descanso, con obstinada y bochornosa regularidad. Enfrentémonos de una vez con la verdad: si 11.000 perros generan 12 toneladas de mierda, ¿cuánta generaremos nosotros? Multipliquemos los habitantes, obtengamos la ratio en función de nuestro peso. Hay una especie de enorme miasma que transcurre por debajo de nuestras plantas, más allá del embaldosado urbano. Las ciudades, como grandiosos colectores de innumerables bocas, mientras que nosotros ("venid y vamos todos") nos dirigimos a la ópera en el Palacio Euskalduna o traspasamos con gesto gallardo los salones del Hotel María Cristina. Parece que de la mierda de perro hablamos con más soltura, quizás debido al impudor con que defecan los animales, que al hacerlo no son conscientes de nuestra mirada inquisitiva. Ellos operan con absoluto desparpajo, y a los dueños, o a los servicios de limpieza, no les queda más remedio que recogerla, manipularla, trasegar con ella de algún modo. Estaría bien que los perros, nuestros perros, participaran del pudor, ocultaran la parte que les toca, dispusieran de mejores instalaciones para oficiar la atávica ceremonia de expulsión de las heces (en el pipi can o kakaleku, según reciente terminología) y no nos obligaran a recordar nuestra semejanza orgánica, nuestra inenarrable capacidad para generar detritos. Son doce las toneladas de mierda de los 11.000 perros de Vitoria, y de pronto la cifra estremece. Pero la nuestra resultaría sencillamente incalculable. Varios miles de millones de seres humanos sobre la tierra, ejerciendo el rito sin parar. Y sin embargo el mundo no se hunde, no hay desequilibrios atmosféricos, el rotar de los planetas no experimenta descompensaciones. Millones de bombas, colectores y plantas depuradoras trabajan sin descanso para mantener la normalidad de nuestra vida. Redactamos informes, escribimos poemas, programamos ordenadores, y de pronto hay que hacer un alto para encerrarnos en secreto y desprendernos de nuestra propia inmundicia. Hay algo en la naturaleza que nunca lograremos comprender exactamente.

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