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Tribuna
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La losa del pasado

Desde el inicio de su crisis interna, con el enfrentamiento faccional de guerristas y felipistas, el PSOE ha ido quemando liderazgos sin que aparezca en el horizonte nadie con suficiente autoridad para recomponer tantas costuras rotas. Ocurrió entonces que la losa del pasado obligó a Felipe González a renunciar a la secretaría general, arrastrando así hasta su fin la interminable agonía de Alfonso Guerra. El camino hacia un nuevo liderazgo parecía abierto, pero la dirección nombrada en aquel congreso mostró muy pronto sus limitaciones para zafarse de las mismas trampas que trastabillaron el paso del anterior secretario general. Diseñado para reafirmar un débil liderazgo, el experimento de las primarias acabó por abrasarle las manos.Pero lo que nadie imaginaba era que también el vencedor de aquellas elecciones, José Borrell, cercado desde el principio por una ejecutiva rácana y hasta mezquina a la hora de aceptar su derrota, pudiera ser aplastado por la misma losa que pende desde comienzos de esta década sobre el partido socialista. Tiene un nombre la losa: corrupción. Y aunque sólo oír la palabra esboce en los rostros de los políticos curtidos una sonrisa desdeñosa, como quien aparta con disciplente ademán un reproche moralista, lo cierto es que la corrupción está en el origen de la permanente desventura socialista; pues, contra lo que muchas veces se dice, corrupción no es una categoría prepolítica, sino la matriz misma de la que ha surgido la política moderna, la política que separa la sociedad civil del Estado y que posibilita, por tanto, utilizar en beneficio privado el desempeño de cargos públicos. Si algo se esperaba de los socialistas era que la separación de poderes, su equilibrio, su sistema de contrapesos y vigilancias garantizara el tránsito de la vieja corrupción a una nueva democracia. En el fondo, la democracia no es más que el permanente ejercicio de control sobre los poderes públicos.

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Lo menos que se puede decir de la época socialista es que ese ejercicio fracasó de manera estrepitosa. Borrell, artífice de la primera Hacienda capaz de recaudar impuestos per cápita en toda nuestra historia, ha sacado las consecuencias políticas de ese fracaso que, en lo que a él concierne, se define como un exceso de confianza pagado por dos de sus colaboradores con corrupción, y ha renunciado a su candidatura convencido de que su mejor capital político lo han dilapidado esos dos antiguos subordinados y amigos. Es una decisión irreprochable; lo es porque en eso consiste la responsabilidad política: no sólo en dar cuenta de lo que uno hace, sino en responder de lo que hacen aquellos a los que uno ha confiado la gestión de asuntos públicos; lo es también por el momento elegido, cuando aún no se han sustanciado judicialmente los presuntos delitos de sus desleales colaboradores y su partido tiene aún tiempo por delante para encarar el futuro.

El partido socialista está pagando desde 1993 una altísima factura por lo ocurrido en los diez años de ejercicio de un poder sin oposición y con la guardia baja. Lo está pagando más en términos de desbarajuste interno, de pérdida de voz, de rencillas entre pequeños dirigentes, que en sangría de votos: su crisis no es producto de un descalabro electoral; no es el partido el que se ha quedado sin votos, son más bien los votantes los que se pueden quedar sin partido. Lo grave sería, con todo, que al terminar de pagar, quedara tan quebrantado que sus diez millones de electores no supieran qué hacer con su papeleta. Es hora de levantar la losa del pasado y devolver a sus votantes una expectativa de futuro, porque, conociendo de sobra lo que son los populares y la muchedumbre de corrupciones con la marca PP que saltan cada día a los periódicos, quedándose tan frescos sus responsables, la perspectiva de que puedan gobernar con mayoría absoluta y con una oposición hundida, es como para echarse a temblar.

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