Inspectores de día, defraudadores de noche
Una parte de la élite de la Inspección de Hacienda en Cataluña sucumbió al encanto del dinero fácil
"Como no presentes una declaración complementaria de todos los beneficios que has hecho en Bolsa y no has declarado, te envío una paralela". El jefe de la Inspección de Hacienda en Cataluña entre 1985 y 1994, José María Huguet, dirigió en varias ocasiones esta advertencia a algunos de sus inspectores adjuntos y a otros cuando tuvo diferencias con ellos o cuando le anunciaron que dejaban Hacienda, según los testimonios recogidos por este diario a través de más de una veintena de entrevistas realizadas durante las dos últimas semanas.Estos días, tras conocer el hecho de que Huguet y el ex delegado de Hacienda en Cataluña y ex director general Ernesto de Aguiar poseían cuentas en Suiza en las que ingresaron más de 1.000 millones de pesetas, el recuerdo de esa frase provoca gran indignación entre algunos de los que tuvieron que oírla.
A finales de los ochenta y principios de los noventa, un nutrido grupo de la élite de la inspección de Hacienda en Cataluña, y en menor medida en Madrid, dedicaba gran parte de su jornada de trabajo a controlar sus propias inversiones. "Cuando ibas a pasar una inspección, sólo oías hablar de cómo iba la Bolsa", aseguran varios asesores fiscales que recuerdan lo que ocurría en esa época en la plaza de Letamendi, sede de la Delegación de Hacienda en Barcelona.
Algunos de esos inspectores, encargados de vigilar la rectitud fiscal de los ciudadanos, no sólo se distraían jugando a distancia en el casino bursátil, sino que incluso llegaron a no declarar al fisco los beneficios de sus pelotazos bursátiles. Lo hacían amparados en el anonimato que protegía en esa época la compraventa de acciones. Siempre cabía la posibilidad de que el corredor de comercio, a menudo un ex inspector y por lo tanto amigo, no revelara la identidad del agraciado. Afortunadamente para el fisco, aún quedaba Huguet, rastreador infatigable de los pecados de sus subalternos y encargado de recordarles su deber de declarar hasta la última peseta. Su autoridad era indiscutible. El azote de defraudadores era un ídolo para los inspectores de toda España debido a su política de no negociar nunca y enviar cientos de expedientes de delito a la fiscalía en cuanto se dudaba de la rectitud del contribuyente.
Él nombraba de hecho a los delegados en Cataluña y su poder se hizo notar incluso en la elaboración de la ley del IRPF, de 1991. Algunos asesores fiscales tuvieron el privilegio de ver un borrador de esa ley meses antes de que sus señorías lo tuvieran en sus manos.
Dominados por el temor que les infundió la furia de Huguet, todos los aludidos sin excepción hicieron su declaración complementaria, evitaron encontrarse con una reclamación paralela y en muchos casos abandonaron su puesto. Ahora la mayoría de ellos recuerdan con una mueca la conminación de su jefe, gracias a la cual esperan no verse metidos en líos.
De Aguiar también se daba a conocer en Barcelona por sus métodos expeditivos. Fue durante su etapa como delegado de Hacienda en Cataluña, hasta 1988. "Siempre aparentó no tener en la cabeza más idea que la de evitar cualquier descuido de los funcionarios", señalan algunos inspectores. Como prueba de lo dicho, explican sus imprevistas y numerosas apariciones a las ocho de la mañana en algunas delegaciones de Hacienda de la comunidad para tomar buena nota de quién llegaba tarde. También gustaba de presentarse sin previo aviso, decidido a comer con todos los inspectores, que se veían obligados a anular sus compromisos.
Mientras esto sucedía, Huguet y De Aguiar empezaban a desarrollar su peculiar síndrome de Doctor Jekyll y Mr. Hyde. De día, dureza frente al fraude ajeno; de noche, preocupación por encontrar refugio, "en domicilios y cajas de seguridad", al abundante dinero obtenido de forma inconfesable.
Era la época de los peinados fiscales, método taxativo de perseguir el fraude enviando a recorrer las calles de varias ciudades catalanas equipos de inspectores que entraban al asalto en los comercios. También se aplicaron enérgicamente con los titulares de las primas únicas. Era la época en que su amigo José Borrell, vecino de ambos en una urbanización de Taüll, un pueblo de Lleida, ocupaba la Secretaría de Estado de Hacienda. Con su sucesor, Antoni Zabalza, las cosas siguieron más o menos igual.
Entre 1985 y 1987, hasta el hundimiento de Wall Street, a finales de ese último año, la Bolsa española vivió uno de los mejores periodos de su historia, una época de beneficios rápidos para los iniciados y aquellos que tenían acceso a información caliente.
El olor del dinero fácil había traspasado el discreto umbral de la Delegación de Hacienda en Barcelona y estaba causando estragos. Incluso se creó un club de inversión, en el que participaron gran número de inspectores, subinspectores, abogados y asesores. El grupo se dotó de estatutos que establecían la existencia de dos clases de inversores, los de 500.000 y los del millón de pesetas.
La estrella de esa época de ganancias rápidas fue el inspector ahora denunciado por presuntos intentos de cohecho, Álvaro Pernas, broker indiscutible de sus colegas de Hacienda y protegido del gran jefe Huguet. Él era el contacto con los corredores de comercio y el portador de las buenas nuevas de la Bolsa.
Algunos aún recuerdan que el entonces jefe de la Oficina Nacional de Inspección viajaba regularmente desde Madrid, algo ya de por sí inusual, para reunirse con Pernas y repasar el estado de sus inversiones. Lo demás apenas importaba.
El club duró unos meses y el balance fue positivo, en torno a un 40% de beneficio, según algunos de los participantes, lo que animó a muchos de ellos a buscar nuevas formas de inversión, amén de la tentación de no declarar los beneficios.
Tras las últimas revelaciones, muchos de los que compartieron durante años su trabajo con Huguet y De Aguiar se muestran aún extrañados y afirman que no se enteraron de nada. Puede tratarse de un síntoma de la complicidad que generó aquella época de enriquecimiento súbito y amor al dinero, época que disolvió en algunos las normas básicas de comportamiento de un funcionario público.
Nadie pareció darse cuenta de que Huguet se instalaba en un piso del paseo de la Bonanova, una de las calles más caras de la ciudad, construido por la empresa del presidente del Barça y primer empresario del sector, Josep Lluís Núñez. Ni parecieron enterarse del desparpajo con que su jefe se instalaba en el palco de honor del Camp Nou compartiendo risas con asesores fiscales -el otro lado de la barrera- como el abogado Juan José Folchi y con importantes constructores y empresarios, empezando por el mencionado Núñez.
Sea como fuere, y amparados en esa falta de atención, los comportamientos extraños fueron ganando terreno entre la cúpula de la inspección. Y la ciudad comenzó a inundarse de rumores sobre posibles arreglos en Hacienda.
Ajenos a todo eso y una vez superado el crash de la Bolsa, en buena parte gracias a las grandes operaciones de Javier de la Rosa que inundó de especulación los parqués españoles, muchos volvieron por sus fueros. A principios de 1989, Huguet y De Aguiar empezaron a poner en marcha sus propias sociedades de inversión mobiliaria (SIM), siempre acompañados por Pernas. Sin embargo, en este nuevo club participaron sólo algunos. El acceso quedaba ahora restringido a los fieles.
Uno de ellos fue Josep Ramon Morató, quien hace unas semanas debió dimitir de su cargo de jefe de la Oficina Nacional de Inspección (ONI) en Barcelona, precisamente por haber participado en esas sociedades. Nadie ha puesto en duda su honorabilidad, y tanto él como otros inversores recuerdan que el balance fue negativo. "Yo puse cinco millones y hace dos años me devolvieron 2,5. A Morató le pasó lo mismo", comenta uno de ellos.
Huguet y De Aguiar aseguran que entre 1985 y 1990 continuaron acumulando dinero. En contraste, muchos de sus ex socios han expresado su incredulidad y aseguran que no tuvieron ocasión de disfrutar de tales ganancias. Ahora apuntan a otras actividades como posibles fuentes de esos ingresos.
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