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El viejo jazz

Hace días, no sé cuántos, leí en la prensa que había muerto Red Norvo, un vibrafonista de Illinois nacido en 1908; o sea, que ya tenía sus años. Y entonces busqué una grabación con Dizzy Gillespie y Charlie Parker para escucharlo in memoriam, pero no di con ella y encontré, en cambio, un disco a medias con Mildred Bailey, que fue su esposa en los cuarenta y que también ha muerto. Resulta que en ese disco no tocaba el vibráfono sino el xilófono, pero bueno. Y, no sé por qué, puse luego un disco de Lee Konitz y me acordé que había muerto hace unos meses; lo mismo que Dizzy, ahora que lo pienso. Y cuando levanté la vista hacia las estanterías llenas de discos, vinilos y compactos, me dije: "Todos están muertos".

La verdad es que el jazz ha sido la música de este siglo, la única que se puede llamar originaria del siglo XX. Hoy hay un grupo de jóvenes —tan jóvenes como lo eran los Miles Davis y compañía, la gente del bop, cuando yo los escuchaba— que se dispone a entrar en el siglo XXI tocando jazz; gente como Brad Mehldau, como Bill Bruford o como Diana Krall; pero no sé si están haciendo algo distinto hacia adelante. Posiblemente no se advierta con facilidad debido a que ellos ya tienen una tradición detrás. El jazz nació, se fecundó y se extendió como lo hacen las grandes manifestaciones artísticas que definen un siglo.

El derroche de vitalidad que supone la evolución de esta música, su progresiva complejización e incluso sofisticación, desde Nueva Orleans al bop, desde la costa Oeste a la vanguardia de los sesenta, es un ininterrumpido despliegue de ideas y formas musicales que se suceden de manera trepidante. Uno tiene la convicción de que no hay lugar para la muerte en ese espacio de swing, jamás ha pensado en la muerte ni aun en las más tristes baladas de Lester Young, ni siquiera cuando Hot Lips Page frasea de manera desgarradora su solo de trompeta en una bellísima versión de St. James Infirmary.

Y mira por dónde, todos aquellos que no murieron jóvenes, perdidos en la parte maldita de esta música (Parker, Billie Holliday, Serge Chaloff…), se están muriendo de viejos en estos últimos años. Entonces, uno se da cuenta de que hay una barrera más allá de la cual todos aquellos músicos que escuchó durante cientos y miles de horas, que lo acompañaron en su formación personal, estética y sentimental años y años, se han despedido o se están despidiendo ya. El tiempo, ese gran devorador al que sólo la memoria consigue mantener a raya, se los está llevando y la sensación de orfandad se expande por un cuerpo sorprendido y perplejo.

La diferencia entre otra orfandad y ésta es que en ésta uno no ha contado nunca con la muerte. Sabemos que los padreshan de morir, pero nos deja estupefactos que se mueran Count Basie o Harry Edison, por citar otros dos recientemente fallecidos. ¿Es posible que haya muerto Duke Ellinggton alguna vez? ¿Cabe en cabeza musical alguna que Bill Evans ya no se doble sobre su piano? Los que cayeron muertos por la mala vida —la que se buscaban y la que les daban— son como héroes caídos en combate y la muerte es un valor simbólico en ellos; pero los resistentes, los que se recuperaron, incluso los que se dieron buena vida... ésos tenían la obligación de seguir vivos y haciendo música por lo menos hasta que nosotros ya no pudiéramos escucharlos. Es algo que nunca se me ocurriría exigir a Bartok o a Janácek y, sin embargo, a los jazzistas sí.

Yo creó que se debe a que Bartok o Janácek componen, con toda su audacia e inventiva, desde una tradición bien solvente; son la penúltima rama de un tronco que se muestra con toda majestad sobre la tierra. En cambio, el jazz lo plantaron en mi siglo y la muerte de los últimos que lo inventaron tendría que haber esperado al menos por mí y por mis amigos. El viejo jazz es nuestro y lo justo es que pierda toda la hoja con nosotros y luego renueve en una primavera que no contemple ni a la gente que lo hizo ni a la que lo oyó con ellos. Entonces miro las estanterías llenas de discos, vinilos y compactos, y me digo: "Todos están muertos". Y la sensación es la de que hay algo que está mal ahí.

Hasta que, vagando por los muertos, llegué también a la literatura y abrí un libro que contenía esta frase de Guimaraes Rosa: "Yo estoy en contra del tiempo y a favor de la eternidad". Lo importante de esta frase no era su brillantez, era su profundidad; si se piensa y se piensa, es insondable. Pero yo, en aquel momento, volví a pensar en Red Norvo, en el viejo jazz y en el disco ya en silencio. Y lo puse de nuevo en marcha; y me quedé un buen rato escuchando a la eternidad.

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