Vivir sin techo
Alejo Aznar eligió la calle cuando las drogas arrasaron su vida. El niño que llamaba la atención por sus ojos claros, hijo único, al que los padres colmaron de caprichos, terminó muriendo a los 33 en un banco público tras los golpes de un grupo de ocho jóvenes en la noche del sábado 24 de abril. Las cerca de 40.000 pesetas que percibía mensualmente desde septiembre pasado de la Diputación de Vizcaya no le sirvieron para dejar su refugio en el pórtico de la Parroquia de San José, en el barrio de Romo o en un chalé abandonado de Las Arenas. "Los chicos le dieron la patada final pero nosotros le hemos dejado morir", se lamenta la hermana Ester, superiora de las Hijas de la Caridad, la persona que más ha tratado a Alejo Aznar en los últimos cinco años. Ella y otras de las 21 hermanas, de edades entre 58 y 100 años, residen en el convento del Puerto Viejo de Algorta. Hasta su puerta llegó Alejo hace cinco años en compañía de Iñaki, un drogodependiente ya fallecido. A partir de ese día, las monjas trataron con mimo a Alejo. Como cuando apareció quejoso por los piojos, huella de su paso por las catacumbas de la droga en Bilbao: La Naja, junto a la Ría, al otro lado del hermoso teatro Arriaga. Las religiosas también le prestaron su domicilio para que pudiera empadronarse. Ester, la madre superiora, hasta mintió al ocultar que era toxicómano para que pudiera conseguir una cama en una pensión. "Esta sociedad es muy hipócrita. Ahora nos lamentamos por su muerte y la gente deposita flores y poemas en su honor. Sin embargo, pasó años sintiendo el peso de la soledad y durmiendo entre cartones. Y nadie ha hecho nada", resalta la religiosa. En Bilbao, donde se concentra la mayoría de vagubundos de Vizcaya, unas 100 personas duermen en la calle. En Getxo, donde murió Alejo Aznar, son unos seis. "Dormir en la calle es el paso final. Cuando llegas a esa situación, todo te da ya igual. ¿Cómo vas a tener miedo de que te puedan matar si tu cabeza vuela por recovecos desconocidos?". Txema tiene 37 años, no sobrepasa los 60 kilos y sus escasos dientes parece que hace tiempo olvidaron el sabor del dentrífico. Nació en Madrid, pero hace cinco años, se trasladó a Bilbao, de donde procedía su mujer. Ella murió y dejó a un niña que ya ha cumplido los 13. Vive en el pueblo con los abuelos maternos y en Navidades y por su cumpleños, Txema siempre le envía un regalo Una cama por 700 pesetas Ex toxicómano, reconoce que todavía a veces se mete, conoce el olor de las noches a la intemperie y el lamento sonoro del estómago mal alimentado. "He dormido en la calle muchas veces. Pero, de momento, tengo mi vida organizada. Pago 700 pesetas diarias por una cama en una pensión del barrio de San Francisco, de esas que son ilegales. Como un menú de 750 y tengo un trabajo fijo [vende la publicación La luz de los sin techo]. A veces voy al cine, como todo el mundo". Sus palabras buscan erradicar la sensación de pena y aparentar normalidad. Pero esas mismas frases, su apariencia, le delatan. Comienza su jornada laboral hacia las 11 de la mañana y a menudo le da la medianoche tratando de alguien le compre el periódico que muestra su mano, junto a la salida del metro de Indautxu. Hace menos de un año, Txema tuvo que abandonar el piso que comparía en Santurtzi con Fernando, su colega, y dos perros. Los atrasos por el alquiler se habían acumulado. "Estoy bien, un poco solo. Hay ocasiones que prefieres que la gente te hable a que te den dinero. Lo más duro es que nadie te hable, que ni siquiera te miren al pasar por tu lado". Esa sensación la pueden tener en Bilbao, en donde se concentra la mayor parte de los indigentes de Vizcaya, más de 800 personas: son los pobres de solemnidad. Cerca de cien ha convertido la calle en un hogar sin techo y en ella viven. La mayoría muestra las huellas de sus padecimientos físicos y psíquicos. Se les vé dormitando en bancos, cobijados en soportales o sentados en cualquier esquina protegiendo sus escasas pertenencias. Sólo algunos perciben las 40.000 pesetas de ayuda pero casi todos viven en la indigencia. Su edades abarcan un amplio espectro, desde la veintena a los 70 y prácticamente todos son hombres con la huella visible del alcohol y la droga, según datos del área de Bienestar Social de Bilbao. "Tengo el sida, por favor, una ayuda", piden dramáticamente desde un cartel algunos indigentes arrodillados e inclinados hacia adelante para cubrirse el rostro. Otros, casi adolescentes, arrastran su cuerpo maltrecho junto a un perrillo protector en demanda de dinero para la dosis o el dulce que le sigue. Cuando Alejo Aznar murió, no llevaba en el bolsillo ni una de de las casi 40.000 pesetas que recibía de la Diputación vizcaína. Una vecina de Romo, que le compró un par de paquetes de tabaco el día anterior a su fallecimiento, recuerda que le gritó alborozado: "Ya nos toca cobrar, ya nos toca cobrar". La ayuda de manutención no le sirvió de mucho.Los sin hogar, Homeless en su origen inglés, es la etiqueta que pende sobre los que carecen de todo. Hasta de un techo donde refugiarse. Como Carmelo. Tiene 47 años y un hijo al que hace tiempo no ve. Fue marino en su juventud pero la falta continua de trabajo le arrojó a la calle. Deambula por el centro de Bilbao y cuando la desesperación amenaza con ahogarle más que las cajas de vino barato que comparte, se coloca frente a la puerta de un supermercado y espera ese dinero ahorrado en las últimas oferta. Allí, de pie, saluda y sonríe. "Yo no molesto a nadie. Me gusta cuando hace sol porque voy al parque y miro a la gente. A veces hablo con alguien. El invierno es más duro. Últimamente intento ir a dormir a una pensión", dice agradecido. Ingresar en el psiquiátrico Alejo Aznar podría haber dormido bajo cubierta pero no aceptó las reglas. La propietaria de una pensión de Leioa apenas soportó un mes su estilo de vida de toxicómano y el joven se lanzó de nuevo a la calle. Fue en septiembre pasado. Hace menos de un mes, tuvo la oportunidad de ingresar en el psiquiátrico de Zamudio. Se le dijo que allí se desintoxicaría y después podría vivir en Bietxeak, en Bilbao, una casa para terminales del sida. Alejo estaba ya muy mal, sin apenas aliento, y volvió a decir no. Siempre se negaba a ser controlado. Ese privilegió se lo cedió en exclusiva a las drogas. Sólo en una ocasión, accedió a ingresar en el Proyecto Hombre. Su "hermano", el que le cuidó durante el mono, rebosaba indignación ante la muerte violenta de Alejo. "Ésta sociedad es muy hipócrita. Se lamenta de su muerte, dicen que no molestaba a nadie y todos le mataron. Yo le compré bocadillos porque se moría de hambre. Estaba enfermo, era un toxicómano, pero eso no es motivo para dejarle en la calle. ¿Quién se atreve a culparle?, ¿quién sabe lo que pudo sentir antes de morir?".
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