Aplazamiento palestino
LA CONVOCATORIA de elecciones para el próximo día 17 en Israel había hecho ya extraordinariamente difícil que el líder de la Autoridad Palestina, Yasir Arafat, pudiera cumplir su promesa-amenaza de proclamar la independencia del Estado palestino el 4 de mayo, fecha límite fijada en los acuerdos entre Israel y la OLP para concluir el proceso de paz iniciado en Oslo y rubricado en Washington en 1993. Arafat se había manifestado por la proclamación unilateral de la independencia palestina en protesta por el obstruccionismo del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu; y hay que convenir que el proceso no sólo no ha cumplido su calendario, sino que en los cinco años transcurridos desde la primera retirada parcial de los territorios ocupados (en mayo de 1994) Israel apenas ha avanzado en su evacuación de Cisjordania y Gaza. Pero el hecho de que el Gobierno derechista israelí quedara en minoría parlamentaria el pasado diciembre y se viera obligado a convocar elecciones dejaba sin sentido la doliente estrategia de Arafat. Esa proclamación no haría sino favorecer, en plena campaña electoral, a Netanyahu. Nada sería más cómodo para éste que clamar entonces contra la violación de los acuerdos y adoptar medidas también unilaterales, como la congelación definitiva del repliegue, o aun la reocupación de lo ya evacuado, para montarse sobre el reflejo nacionalista de la opinión pública israelí y, quizá, obtener la revalidación de su mandato. Por eso mismo, porque ni una sola cancillería occidental desea el triunfo del líder derechista, el presidente Clinton le pidió esta semana a Arafat que dejara las proclamaciones para mejor ocasión, y el palestino ha hecho bien en armarse de nuevo de paciencia.
En Occidente cunde la convicción de que sólo la victoria del candidato laborista, Ehud Barak, o de otra fórmula de alivio anti-Netanyhau, puede permitir la reanudación significativa de las negociaciones para recuperar el tiempo perdido. Arafat espera también el resultado electoral, aunque teme que las conversaciones con cualquier alternativa a la izquierda del actual Gobierno no van a ser mucho más fáciles, al menos sobre las cuestiones de fondo: la extensión de la retirada israelí; los poderes reales de la entidad política palestina -aunque los laboristas, a diferencia del Likud, acepten llamarla Estado independiente-, y la suerte de Jerusalén que, total o parcialmente, ambas partes reclaman como capital.
El relativo optimismo palestino y occidental ante el desbloqueo del proceso que permitiría la victoria de la oposición está fundado en un aspecto. Habría un cambio de estilo; la provocación dejaría de ser la norma, como ha sido habitual con Netanyahu. Por eso Arafat está hoy de acuerdo en esperar.
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