Otra selectividad
EN LOS últimos tres años han sido continuos los anuncios, por parte de las autoridades educativas, de reformas en la prueba de selectividad que nunca llegaron a ponerse en práctica. Algunas eran razonables; otras, francamente peregrinas. Y es que hay pocos temas que se presten tanto a la demagogia y a las soluciones radicales o imaginativas, cuando lo cierto es que cualquier remedio que se proponga tiene efectos colaterales difíciles de prever, con frecuencia peores que la enfermedad. Ahora el Ministerio de Educación anuncia cambios que consisten, por un lado, en permitir que las universidades que lo deseen se constituyan en distrito único, como ocurre ya con las pertenecientes a una misma comunidad autónoma, y, por otro, en ampliar el número de veces que un estudiante puede examinarse de selectividad para intentar aumentar su nota. Ambas propuestas parecen, cuando menos, poco eficaces. Facilitar la movilidad estudiantil es siempre positivo, pero ocurre que ni siquiera se cubren las posibilidades ya existentes derivadas de que el 5% de todas las plazas universitarias se reserva obligatoriamente a estudiantes procedentes de otros distritos.
La razón principal de que esto suceda es la escasez de apoyo económico a los jóvenes que deseen estudiar en universidades situadas fuera de su distrito de residencia. Todo lo que no sea incrementar significativamente el capítulo de becas y ayudas, situado en nuestro país en niveles muy por debajo de lo que es usual en Europa, no contribuirá a solucionar la falta de movilidad estudiantil, que es un problema importante no sólo en relación con la elección de carrera.
En cuanto a la extensión de las oportunidades para aumentar la nota de selectividad, no parece que vaya a tener efectos apreciables dada la mecánica de asignación de plazas actualmente en vigor. El Consejo de Universidades ha sugerido, por su parte, una serie de modificaciones tendentes a mejorar la objetividad en la corrección de los ejercicios y la adecuación de las capacidades específicas y los deseos de los estudiantes a las plazas existentes. Habría sido, quizá, más interesante que el ministro concertara con este organismo la puesta en práctica de medidas que han sido objeto de reflexión y acuerdo en los últimos años.
En contra de una opinión ampliamente extendida, no es realista pensar que un problema de hondas raíces objetivas vaya a resolverse de la noche a la mañana en base a arbitrismos imaginados en momentos de impaciencia o de incomodidad. Incluso los cambios recomendados por el Consejo de Universidades supondrían mejoras modestas. La solución definitiva vendrá con el aumento del número de plazas en las carreras más solicitadas hoy y las que lo serán en el próximo futuro, junto con la previsible estabilización de la demanda de estudios universitarios, sometida en los últimos tiempos a un vertiginoso ritmo de expansión. Pero no es posible improvisar profesores ni instalaciones sin que resulte afectada la calidad exigible en la enseñanza universitaria. No se puede defender la creación inmediata de nuevas plazas para que todo estudiante pueda matricularse en la carrera que desee y, al tiempo, criticar la falta de solidez académica de las nuevas universidades o la escasa formación de los profesores.
Mientras tanto, sea bienvenido todo lo que contribuya a mejorar la ecuanimidad en el procedimiento de ingreso en la Universidad, a facilitar la movilidad estudiantil y a disminuir las frustraciones en la elección de carrera universitaria. Pero mucho nos tememos que las medidas recientemente anunciadas no incidan eficazmente en ninguno de estos frentes.
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