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Daños colaterales

Emilio Lamo de Espinosa

El destino, siempre lleno de guiños y artimañas, ha querido que justo a los 100 años de nuestra guerra exterior (si descontamos las de Marruecos) y a los 50 de la fundación de la OTAN unos y otros estemos en guerra. No me voy a oponer a ella, sobradamente justificada por razones humanitarias. Pero, a medida que avanza la guerra, la distancia entre lo que se pretende y lo que se consigue crece día a día. Se trataba de acabar con Milosevic, pero lo que hemos conseguido es hacer de él un héroe destruyendo por completo a su oposición, silenciada por las bombas. De poco sirve decir que no estamos en guerra con los serbios cuando destruimos sus infraestructuras, puentes, fábricas y caminos y son ellos quienes pasan noche tras noche aterrados en los refugios. Como siempre, son los ciudadanos, no el ejército, quienes más sufren. Se trataba también, por supuesto, de impedir la limpieza étnica de Kosovo. Pero le hemos dado a Milosevic la oportunidad única de hacerlo sin oposición interna y sin que casi se enteren sus compatriotas. Es probable que más del 50% de los kosovares hayan sido ya ejecutados o desarraigados definitivamente. Se trataba, en tercer lugar, de impedir la desestabilización de los Balcanes. Pero, de momento, Macedonia está en situación desesperada; Montenegro puede llegar a romper sus vínculos con Belgrado o sufrir un golpe de Estado; Albania ha roto relaciones y es cabeza de puente del ejército americano; el apoyo de Eslovaquia, Bulgaria y Rumania lo pagaremos incorporándolas (junto con sus problemas) a la Alianza, y Hungría y la República Checa, que forman parte de la OTAN desde marzo, son ya su vanguardia: les prometemos paz y les hemos dado guerra. La zona es un polvorín que se ensancha día a día. Se trataba también de fortalecer el derecho internacional, pero una vez más las Naciones Unidas han sido humilladas. Es cierto que el mecanismo perverso del Consejo de Seguridad le puede hacer inoperante en ocasiones, de modo que era inevitable pasar por encima de la legalidad formal. Pero ¿quién impide la reforma del Consejo de Seguridad para que estas situaciones no vuelvan a repetirse? ¿No hay modos alternativos de apoyo que deberían haberse obtenido? Y, por si todo esto fuera poco, hay otros daños colaterales tan importantes o más si cabe. Entrar en guerra no es cosa baladí. Es la más seria decisión que puede afectar a la soberanía de un Estado. Pues, bien, la globalización nos pilla con el paso cambiado y para cuando nos damos cuenta las decisiones se han tomado en otra parte y nos han arrastrado: estamos en guerra sin entrar en guerra. La Constitución prevé (artítulo 63.1) que corresponde al Rey, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz. Que yo sepa, la Constitución tiene valor normativo; que yo sepa, entramos en la OTAN sin hacer cesión de soberanía. Pues, bien, hoy es posible, vaya si lo es, entrar en guerra sin que el Gobierno informe siquiera a las Cortes, sino a posteriori. Y finalmente -pero ante todo- el problema de los refugiados se nos ha ido de las manos poniendo en serio entredicho la única legitimidad existente: el derecho de injerencia humanitaria. No se trata tanto de que la nueva OTAN olvide su carta fundacional que la limita a operaciones de defensa de países miembros para lanzar una guerra de acuerdo con la Nueva Iniciativa Estratégica, aprobada justo ayer; se trata, sobre todo, de que la guerra no podría haber sido peor planeada y ejecutada. Que no se haya previsto la urgencia de atender a los cientos de miles de fugitivos revela o una terrible incompetencia o una perversidad que no alcanzo a entender. Hay un contraste chirriante, casi obsceno, entre la precisión quirúrgica de los misiles y la imprevisión inhumana en el trato a los refugiados. ¿Cómo es posible que gastemos tantos recursos en armamento para ahorrar vidas de soldados y tan pocos en atender a los civiles que estamos salvando? ¿O es que hay algo más que no me atrevo ni a pensar? De momento, España va a recibir a 200 refugiados; casi una broma de mal gusto. No hay guerra ni paz mala, señalaba Benjamin Franklin. Creo que estaba equivocado, pero para que una guerra sea buena hace falta algo más que buenas razones.

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