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Once días con Dylan

Bob Dylan está solo en su camerino y tiene en las manos la guitarra de Federico García Lorca; lleva un chándal y se cubre la cabeza con una capucha. -Qué sonido tan puro -le dice a la sobrina del poeta, Laura, la única persona que, en principio, ha logrado hablar con el genio durante su gira por España, que acabó anoche en Barcelona-. Te agradezco que me la enviases. No voy a poder usarla durante la actuación. Pero es un gran honor para mí haberla tocado un poco. ¿En qué año está hecha?

Laura le contesta que la guitarra se fabricó en 1908; le cuenta que Patti Smith y Lou Reed la tocaron durante sus recientes conciertos en Granada y le pregunta si recibió el fax que le había enviado el día antes invitándolo a visitar la Huerta de San Vicente.

-Sí. Lo leí. Me hubiese gustado verla, y también la Alhambra. Ahora no es posible. Ya sabes, la gira está siendo dura; pero quizá en la próxima visita... De manera que Patti y Lou... Así que es una guitarra de 1908 muy fuerte. Cuando pienso en Lorca, pienso en mi amigo Leonard Cohen. Leonard habla mucho de él; lo admira tanto que le puso el nombre de Lorca a su hija. ¿Cómo es la casa? ¿Se conserva como él la dejó? ¿Se sabe dónde lo mataron? ¿Se sabe quiénes?

Mientras escucha un breve relato del crimen, Dylan sigue rasgueando la guitarra. Luego acompaña a Laura hasta la puerta del camerino y se despide de ella cortésmente, dándole la mano.

Su concierto de esa noche en el Palacio de los Deportes de Granada fue magnífico, quizá el mejor de los que ha dado en nuestro país. En cualquier caso, los otros han rayado también a un nivel muy alto, superior en todo a sus visitas previas: Dylan está muy bien de voz, derrocha una simpatía afilada en cada plaza, canta con una convicción escalofriante los temas de su último disco, Time out of mind, y ha renovado su repertorio ofreciendo cortes tan infrecuentes como Four times around, Visions of Johanna, I don"t believe you o You"re gonna quit me -incluido por vez primera en su disco de versiones de 1992, Good as I been to you-, además de ofrecer demostraciones de su buen estado de forma cada vez que canta los clásicos Highaw 61, Blowin' in the wind o Maggie"s farm.

Puede que todo venga de su satisfacción con el público español. Según su bajista, Tony Garnier, Dylan ha repetido más de una vez que está encantado con el fervor y el conocimiento de su obra que demuestran los espectadores de la mayoría de las ciudades. Los únicos momentos de ligero disgusto se produjeron en Santander y Málaga. En la última ciudad, Dylan abarrotó la plaza de toros con más de 8.000 personas, pero, al parecer, no le gustó demasiado ver las primeras filas del auditorio copadas por cargos municipales que, la verdad, no tenían mucha pinta de ser capaces de distinguir entre un concierto de rock and roll y unos mazos de críquet. En cualquier caso, cuando quedaban cinco canciones para el final, Dylan pidió que dejaran acercarse a los más entusiastas y el concierto cambió como de la noche al día. También fue en Málaga donde su representante se quejó de que las entradas siguiesen anunciando la gira de Dylan con el nombre de Never Ending Tour, por lo que muchas de ellas fueron vendidas con esa línea tachada por un rotulador.

Con todo, la relación del mito con sus fieles, algunos de los cuales lo siguen desde Australia, Inglaterra o Alemania, ha sido tan extrañamente intensa en un artista tan distante como él, que se ha prodigado en agradecimientos, desplantes toreros al final de algunas actuaciones e incluso un aparatoso diálogo de gestos con un hombre que le gritó en Murcia: "¡La piel de gallina! ¡Bobby, me has puesto la piel de gallina!". Eso sí, en cuanto termina el único bis, Dylan sale disparado desde el escenario al autobús que le ha llevado de una ciudad a otra, y en el que suele dormir, comer y tomar un masaje siatsu que le da el especialista que le acompaña. Ya se sabe que a silver peek -mirada de plata: así es como últimamente le llaman sus admiradores, cautivados por su expresión astuta- no le gustan las confianzas.

Aunque para quien Dylan ha reservado la parte del león de su generosidad ha sido para su telonero, Andrés Calamaro. Desde el principio a mucha gente le emocionó el respeto exquisito y la humildad con que el compositor argentino representaba su papel antes de cada salida a escena del maestro. A otros no les pareció bien, sin embargo, que Calamaro se atreviese a interpretar en su turno una canción de la estrella principal, Seven days, y una versión del célebre Can"t help falling in love calcada de la que el propio Dylan grabó en uno de sus discos. "Cualquier día le van a llamar la atención", se les escuchaba decir. Se equivocaban. Al finalizar uno de los conciertos, Dylan se acercó a Calamaro: "Tenía ganas de conocerte", le dijo, "Me gusta cómo tocas la canción de Elvis". Andrés le dijo que, de hecho, la versión era la que él había grabado.

-¿En serio? Oye, ¿y tú te acuerdas de cómo se llamaba ese disco?

-Yo creo que hubo dos versiones. Una se llamaba Dylan, y creo que la otra A fool such as I.

-Ah, sí, puede que sí -Dylan puso entonces la toalla que llevaba al cuello sobre las cabezas de los dos, quizá para poder hablar debajo de ella sin que nadie los oyese. Calamaro le preguntó por su Seven days.

-¿La has oído? ¿Te importa que la cante?

-No. De hecho, yo no lo hago nunca. El que la canta siempre es Ronnie Wood. La grabó en un disco suyo.

-Joe Cocker también la grabó.

-¿Joe Cocker? Vaya, pues no tenía ni idea.

La relación entre los dos ha continuado, y después de cada concierto, Calamaro se acerca a Dylan y cruzan unas cuantas frases de camino al autobús. Dylan le pidió que le diera su nuevo disco, Honestidad brutal, y parece que le llamó mucho la atención la variedad musical del doble compacto, porque ahora, al presentar a su banda, pide un aplauso para: "Mi amigo el rey del ritmo: ¡Andrés Calamaro!". Todo un detalle. Para que luego digan.

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