Los serbios son los otros
En esta película nadie quiere hacer de serbio. Los que nacieron por los años de la fundación de la OTAN recordarán que, cuando jugábamos a guardias y ladrones, al principio nadie quería hacer de lo segundo, pero años más tarde la cosa cambió y nadie quería el papel de guardia. Dice Arzalluz que los serbios son aquí los hispanos que se empeñan en mantener dentro de su nación a quienes se consideran hijos de otra patria. Es tranquilizador que nuestros nacionalistas tomen distancias respecto al radicalismo panserbio, aunque llama la atención que lo diga quien en junio de 1996 se definía a sí mismo como un "nacionalista etnicista e historicista-culturalista".
Uno de los errores de los aliados ha sido no sacar todas las consecuencias políticas del tipo de nacionalismo étnico con que se identifica el presidente serbio. Alguien desesperado, que sabía que su derrota política equivalía a su desaparición física, y que había construido su poder sobre la idea del complot internacional contra la identidad serbia, no podía dejar de utilizar el bombardeo de la OTAN como una confirmación de su propia obsesión. Milosevic inició su ascenso levantando la bandera de la renacionalización de Kosovo, territorio sagrado que los albanokosovares estaban desnacionalizando. Los intelectuales de la Academia de Ciencias de Belgrado le suministraron la base mítico-cultural que necesita toda bandera; y la torpeza occidental, el argumento político para responder con políticas de depuración al proyecto de independencia sobre bases étnicas alentado en Eslovenia y Croacia. Los aliados han hecho ahora verosímil la paranoia de Milosevic: perder Kosovo es liquidar la identidad nacional y entregar la patria a la conspiración internacional.
Nuestro delirio local no ha llegado tan lejos, pero no negará la academia nacionalista que la obsesión esencialista de HB -y a posteriori de Lizarra en pleno- por que se reconozca entidad política a Euskal Herria recuerda a la idea de la Gran Serbia: Euskadi no es Serbia, pero Navarra es el Kosovo del irredentismo nacionalista. Otro paralelismo posible es el de la indiferencia de tantos patriotas ante el dolor causado en su nombre. Durante años, muchos serbios han contemplado como algo que no les afectaba las barbaridades ordenadas por el psiquiatra que lloraba al ver su bandera. Hay que medir bien las palabras, pero desde que la intimidación se hizo selectiva contra los no nacionalistas se han oído en Euskadi algunas expresiones destinadas a culpabilizar a las víctimas que, como mínimo, revelan mezquindad de corazón.
A veces los que fueron humillados acaban imitando a quienes les ofendieron. En julio de 1918 el vasco Miguel de Unamuno, que un año antes, en plena guerra, había visitado el frente de los Balcanes, publicó en La Nación, de Buenos Aires, un artículo titulado Por el pueblo serbio y dedicado a lo que consideraba "el problema moral" de esa nación, cuya población se vio condenada a la persecución y el éxodo por defender su independencia frente a Austria.
Recordaba el escritor que en su niñez, cuando en Bilbao se discutía, a propósito de la supresión de los fueros, de pueblos oprimidos, se citaba a Irlanda, a Polonia y a Hungría. "Pero luego -añade- he podido comprender que algunos de esos pueblos oprimidos oprimen a su vez a otros en cuanto pueden". Ése fue el caso de los húngaros respecto a la minoría serbia asentada al sur de su territorio. Cuando, en 1848, delegados de esa minoría reclamaron para su comunidad el mismo reconocimiento que Hungría había obtenido de Viena, al menos en el terreno cultural, recibieron del caudillo magiar -recuerda Unamuno- esta respuesta: "La espada decidirá".
La espada ha seguido dictando su ley en los Balcanes, abriendo nuevas heridas patrióticas. Pero cuando el juego es la guerra no hay reglas del juego, y es difícil distinguir entre guardias y ladrones: los serbios son siempre los demás; y entre unas cosas y otras, no faltan motivos para que una columna sobre el único asunto que interesa a la gente, la tragedia yugoslava, aparezca en las páginas de nacional.
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