Olvido
LUIS MANUEL RUIZ En este año profuso en efemérides conmemoramos también la fecha de una catástrofe de la que todavía no han terminado de cumplirse los doce meses reglamentarios para el aniversario: el 25 de abril una presa reventaba en Aznalcóllar y asperjaba por media provincia de Sevilla una generosa cantidad de venenos que renegrían la tierra y transformaban la fauna de los alrededores en monstruos pringosos, en fango. Entonces todos los medios se lanzaron a una alarmante explosión de imágenes y lamentos, exigieron responsabilidades, fletaron helicópteros que mostraban el paisaje convertido en una cartografía cancerosa y podrida. Dentro de tres o cuatro días se cumple el aniversario de aquella atrocidad, y hace apenas un par de semanas la empresa Boliden, respaldada por la Junta, anunciaba el reinicio de la actividad en la mina asesina. El campo sigue emponzoñado, la Administración central y el Gobierno autonómico se arrojan recíprocamente la responsabilidad de rehabilitar el equilibrio ecológico de la zona. Todo resulta muy lamentable, ciertamente, pero hay algo que planea sobre ello que resulta más amenazador, más truculento, una especie de pañuelo en la boca que parece que debe servir para taponar palabras en lo sucesivo: hay el olvido. No voy a caer en repetir -aunque quién sabe si debiera- los muy repetidos postulados de Baudrillard y otros sobre la eficacia de los medios de masas en la fabricación de estados de opinión y aún de guerras y dilemas que no existieron (todavía hay gente que sospecha que la guerra del Golfo se filmó en California); pero sí debo constatar la diferencia ominosa que existe entre aquel seísmo informativo de hace un año, cuando Andalucía parecía estar al borde de una apocalipsis medioambiental, y la situación presente, en la que los informativos apenas dedican tres minutos al hecho flagrante de que se reemprenda la actividad en un foco de contaminación masiva que aseguran, con una sospechosa vehemencia, mantener bajo control. Nos compungimos con las masacres que pueblan los televisores, prestamos aliento a jueces que procesan a genocidas, lamentamos el azote de un huracán con sincera congoja humanitaria. Mañana esas imágenes serán borradas por otras, una nueva marea desdibujará esos signos trazados en la arena hasta no dejar en nosotros apenas un vago rastro de conmiseración. Borges, de quien también celebramos aniversario, decía que la realidad es demasiado populosa para atender a todos sus detalles; Funes, su personaje, tenía las meninges congestionadas por una plétora de recuerdos que le impedían pensar: llevó una existencia aprisionada y miserable, y al morir deseó ser menos perfecto y más distraído. Quizá el olvido sea necesario, como un supositorio, como un jarabe amargo; pero conociendo su fuerza, el hombre busca restañarlo, fijar los fantasmas de duermevela del presente inmediato. El griego Eróstrato quemó el templo de Artemisa en Efeso para convertir su nombre en inmortal, y así ha llegado hasta unas memorables páginas de Marcel Schwob; afortunadamente para él, en aquellos siglos remotos no existía la tiranía del primetime y la densidad informativa.
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