Tocando las estrellas
El Planetario, que es un iglú perfecto, debió de generar por simpatía la aparición en su entorno de la cúpula virtual del Imax, un megacine de pantalla parabólica. Al viejo profesor le han dispuesto un parque vanguardista alrededor de su glorieta, que preside en efigie, compacta mole que le representa crecido en volumen y estatura dando la espalda a uno de los más privilegiados miradores de Madrid. No había otra solución, pues dar la espalda al parque que lleva su nombre hubiera sido una descortesía impropia de don Enrique, exiliado a las afueras de la Villa de la que fue ilustrado e ilustre regidor. No escatimaron el bronce los muñidores del homenaje, mas no se puede decir lo mismo del talento; la estatua del llorado alcalde es todo un mamotreto, un zombi plomizo apenas humanizado por las gafas que destacan en sus romas facciones y la cuartilla que porta en una de sus manos.
Inmortalizado en el comprometido trance de pronunciar un discurso perpetuo, el homenajeado reina sobre lo que con más sorna que justicia llamaron los madrileños "Cerro de la Plata", escorial sin prosapia amontonado en plena zona industrial y ferroviaria. El parque de Tierno Galván, bien cuidado, o tal vez no muy frecuentado, se alza sobre este otero recuperado a orillas de la M-30, que suele atascarse a su paso bajo el cercano y maldito puente de los Tres Ojos.
Un espacio recuperado en una zona industrial y ferroviaria, nudo sur de comunicaciones y comercios en la que el paisaje cambia todos los días. Cerraron las empresas y los talleres, se extinguieron o mudaron de lugar las industrias de Méndez Álvaro y Legazpi, y con los nuevos tiempos llegaron nuevos usos, recalificaciones y urbanizaciones, grandes almacenes y centros comerciales junto a los esqueletos de las fábricas obsoletas.
Una airosa chimenea indultada milagrosamente de la quema general por razones de estética pone un punto de imposible nostalgia en primer término enmarcando la escarpada e indómita silueta de la ciudad que se adivina entre la bruma, mitad natural, mitad inducida por la respiración de las máquinas móviles o estáticas.
El Ayuntamiento de Madrid ideó el Planetario para que sus ciudadanos pudieran contemplar el firmamento que les niegan las luces de la ciudad y los perfiles de sus calles, para que el habitante de la urbe conociera su lugar en el cosmos y supiese ubicarse en él por encima de los semáforos y de las farolas.
Sobre los 17,5 metros de su bóveda emerge a escala aprehensible un mapa virtual del firmamento para que el visitante viaje a las estrellas sin mover los pies del suelo y pueda asomarse a los misterios del cosmos desvelados por la última tecnología. El iglú se prolonga con rampas y pasajes que comunican sus distintas dependencias en un entramado de aire futurista sobre el talud del barranco.
El Planetario se abre al futuro pero no desdeña el pasado; en su afán por desvelar los cósmicos misterios a los profanos, ofrece estos días un programa titulado ¿Qué sucedió en Tunguska?, sobre un extraño cataclismo acaecido en un perdido confín de Siberia en 1908, una detonación devastadora de magnitud desconocida hasta entonces que durante décadas mantuvo encandilados a los amantes de los ovnis, que especularon con un artefacto nuclear de origen extraterrestre frente a las hipótesis científicas que especulan con la explosión del fragmento de un cometa en la atmósfera terrestre. Para fantasías, el Planetario sugiere su sesión infantil con el pedagógico montaje El satélite dormido. La programación de fin de semana se completa con Leyendas del espacio-tiempo, a la medida de las mentes más inquietas.
Bajo la cúpula complementaria del Imax, los espectadores pueden pasar de las alturas celestes a las profundidades submarinas, porque en el cine parabólico echan The living sea, subtitulada Mares apasionantes, dentro de un menú viajero que incluye excursiones virtuales a Nueva York, el Gran Cañón o el desierto del Serengheti.
Una pandilla adolescente recostada en el césped contempla hipnotizada el flujo de la M-30 que acompañan con música maquinal creada a su medida y a espaldas del monumento a don Enrique, que no hubiera desdeñado el espectáculo; un cruel fotógrafo trata mediante falsas promesas de que su modelo, sin tacha de anorexia, pero con una ropa varias tallas menor, permanezca estática mientras el viento juega con sus escuetas prendas.
A la entrada del parque, junto a un acogedor quiosco de bebidas, queda la carcasa de ladrillo de una nave industrial con los desagües del tejado rematados con grotescas gargolillas. El indulto abarcó en esta zona a otros edificios de parecida traza utilizados por la Policía Municipal. Sobre la puerta de uno de ellos campea una famélica motocicleta, una gloriosa y modestísima Derbi de 50 centímetros cúbicos sobre la que culminó Ángel Nieto sus primeras gestas. La moto sirve de reclamo para el museo particular del deportista, reclamo inútil porque el establecimiento aparece cerrado a cal y canto desde hace tiempo.
En una zona muerta entre el parque y las fábricas abandonadas ejercen a plena luz del día su arriesgado y viejo oficio algunas prostitutas adolescentes y extraviadas que acechan a los camioneros perdidos, residuos y resabios de un submundo que desaparece engullido entre edificios de oficinas y centros comerciales.
La reciente estación de autobuses abierta en las proximidades revalida la condición de nudo estratégico al sur de Madrid de este barrio que crece entre vías y autovías, pasado y futuro, cruce de caminos entre la tierra y el cielo.
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