El compromiso
De pronto, lo mismo que tras una semana de calor la temperatura desciende bruscamente y, al salir a la calle por la mañana, uno tiene que regresar aprisa a buscar ropa de abrigo o aguantar la incomodidad y el desamparo del frío por el resto del día, una guerra se nos ha venido encima en Europa. Una guerra que -como el frío repentino- nos afecta directamente y nos empuja a reaccionar y a protegernos. La diferencia clara es que nosotros no hemos mandado llamar a la ola de frío y sí, en cambio, hemos decretado la guerra. Pero ese hemos, que sonará mal a muchos, ha sacado del fondo del armario, lo mismo que al chaquetón ya guardado, a una figura que, de pronto también, ha pasado a primer plano: el intelectual comprometido, aquella invención tan afortunada como influyente que debemos al talante de Voltaire.
El acuerdo es general respecto a Milosevic; y, a partir de ahí, la opinión se divide; pero me parece que los que se oponen a la guerra -actitud perfectamente honesta- tienden a atribuirse en exclusiva la bandera del compromiso y consideran claudicantes a los que ven una una lógica -por dura que sea- en el ataque. No me refiero a aquellos que, tras rasgarse las vestiduras porque Europa no ponía en posición de firmes a Milosevic, se las rasgan ahora porque la OTAN ataca. Eso ni lo considero; es lo más alejado del verdadero compromiso, porque lo sostiene la actitud, perfectamente egoísta, de estar siempre sosteniendo y agitando la bandera de uno mismo.
Los asuntos de importancia tienen dos caras al menos y, por mucho que uno sepa que ninguna de las dos es la de la razón triunfante, una situación extrema le llevará siempre a tomar partido. Ese tomar partido no es más que la plasmación cívica de una conciencia moral y social. Y es inevitable a menos que uno prefiera mirar para otro lado y esperar a que nada ocurra o, al menos, nada que le afecte a él.
Tomar partido implica dos cosas: una, que aceptar el compromiso de establecer una opinión y defenderla (al menos mientras no se encuentre razón para mudarla) no es acertar con el buen fin, sino algo menos lucido: es correr un riesgo que nos puede llevar incluso a resultados indeseados. Las opiniones -al menos las fundadas en un criterio- no se dan: se arriesgan.
La segunda es que muchos se atienen a la idea de que no son quienes para juzgar; pero yo creo que, por las mismas, tampoco somos quienes para no juzgar. Éste es un verdadero problema: ¿podemos permanecer impávidos ante una situación de evidente injusticia (todos los años de limpieza étnica previos a esta guerra) alegando que no somos quienes para juzgar?
Precisamente porque las opiniones se arriesgan, una vez que se define la situación de injusticia (y la pura y dura conculcación de derechos humanos en Kosovo es evidente de toda evidencia) es por lo que hay que volver a tomar partido sobre los remedios. Y ahí, naturalmente, las cosas ya son más oscuras; por eso el compromiso es un riesgo: porque uno puede equivocarse, es cierto, como en todo diagnóstico, pero lo seguro es que sobre la tibieza sólo se ha venido extendiendo el exterminio. Alguien dice: pues esta guerra está acelerando el exterminio. ¿De verdad creerá que Milosevic ha metido la quinta velocidad de genocidio sólo porque le han atacado?, ¿o estamos teniendo la evidencia de su comportamiento de alimaña?
El compromiso consiste en defender una actitud con razones suficientes, pero no con la verdad, pues ésta es más una ilusión o un anhelo de absoluto que otra cosa. El compromiso camina detrás de la única evidencia posible: la de que volver el rostro es hacerse cómplice de injusticia y crueldad. Es cierto en general el dicho de que las guerras siempre se sabe cómo empiezan pero nunca cómo terminan. Razones para no opinar hay muchas, tantas como coartadas, pero, una vez que uno se siente capaz de sostener su opinión, ha de comprometerse con ella o, de lo contrario, dejar de pensar.
Los intelectuales aún poseen palabra y presencia como para estar entre los primeros en arriesgar su opinión. La división es un asunto importante, pues ninguna de las dos posiciones excluye el compromiso. (¡Ya llegarán los del "Ya lo decía yo" a intentar alzarse con el santo y la peana cuando esto concluya!). Pero esa vieja palabra, compromiso, ha hecho mucho por el establecimiento de los derechos humanos, así que respetémosla intentando no convertirla en bandera de única opinión.
Babelia
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