La guerra y los intelectuales
Una de las consecuencias menos graves, pero tal vez no del todo desdeñable, del actual conflicto de Kosovo ha sido poner a los intelectuales en una difícil situación. Todos los días, en todos los periódicos, aparecen comentarios y análisis, pero es evidente que en todas las manifestaciones afloran más dudas que certezas y que se expresan más opiniones que ideas. En estos tiempos de zozobra, cuando la gente quiere certidumbre, se le ofrecen perplejidades. No lo censuro, ni mucho menos. En primer lugar, porque yo mismo participo en grado máximo de esas dudas y perplejidades. En segundo lugar, porque creo que la función del intelectual hoy no es decir a la gente lo que ha de pensar, sino brindarle los elementos que le permitan pensar por su cuenta. Con todo, no me parece trivial examinar algunos de los factores que, a mi modo de ver, han contribuido a esta confusión. El primer factor es éste: que la llamada guerra de Kosovo no es en rigor una guerra, al menos para nuestra mentalidad. La guerra, tal como nosotros la entendemos (no la agresión o la violencia, sino la guerra), es un hecho cultural heredado, como tantos otros, de la Grecia clásica. A diferencia de otros pueblos de la antigüedad, los griegos practicaban una guerra muy poco ceremoniosa, consistente en el ataque masivo y el combate a muerte cuerpo a cuerpo, hasta la aniquilación del contrario. De ello la Ilíada es una sucesión ininterrumpida de ejemplos. Al decir de los historiadores, este método brutal e insólito explicaría las sorprendentes victorias de Alejandro Magno en Egipto, Persia o la India, sobre unos ejércitos mucho más numerosos, pero cuya concepción de la guerra les impedía no ya afrontar los métodos del agresor, sino incluso comprender sus intenciones. Esta concepción de la guerra y las nociones derivadas de ella, como el valor, el esfuerzo físico, la destreza o el honor (es mejor morir con dignidad que rendirse o salir huyendo, etcétera), fue adoptada por el mundo occidental y todavía perdura, perpetrada en la conciencia colectiva por medio de la literatura, la pintura, el cine y en especial por este trasunto de la guerra en miniatura que es el deporte. De acuerdo con esta concepción, una guerra sólo puede darse entre dos bandos que estén previamente deacuerdo en las reglas del juego. Si uno de los dos no las comparte, se producen situaciones absurdas y sin salida, como ocurre cuando el enemigo se niega a presentar batalla (la guerra de guerrillas), o, como en el caso reciente de Irak, cuando se niega a admitir que ha sufrido una derrota, por más que eso sea evidente a los ojos del contrario. La guerra cabal exige una finalidad concreta y un enfrentamiento de dos fuerzas más o menos igualadas con un resultado incierto.
Lo que se está llevando a cabo en Kosovo no es, pues, una guerra, sino un acto de represión contra un presunto criminal individual, Milosevic, y colectivo, las Fuerzas Armadas serbias, quizás la totalidad del pueblo serbio. Ahora bien, los actos de este tipo son muy fáciles de criticar, pero muy difíciles de defender, incluso para quien los considera justificados o justificables. Nadie condena el desembarco de Normandía, que costó un número ingente de muertos, pero cuesta no condenar la bomba de Hiroshima. A la hora de enjuiciar una acción bélica, nos rebelamos contra las que se realizan con impunidad por parte de uno e indefensión por parte del otro, por más que la razón asista al primero.
En el caso que ahora nos ocupa, a la hora de juzgar unas acciones bélicas que no responden al patrón occidental de la guerra y que, por lo tanto, nos repelen íntimamente, por fuerza hemos de aplicar criterios abstractos de equidad sobre la base de unos antecedentes históricos de una complejidad fenomenal: los laberintos correlativos del imperio austro-húngaro y el imperio otomano, cuando no del imperio bizantino, sumados a las consecuencias de la muerte de Tito, el derrumbe de los regímenes comunistas y la desmembración gradual de Yugoslavia.
A esto se añade que la inmensa mayoría de los intelectuales del mundo occidental carecemos, por fortuna, de experiencia personal de la guerra, con la excepción de los norteamericanos, que sufrieron en sus carnes la de Corea primero y luego la de Vietnam. A falta de vivencias, tenemos convicciones basadas en la memoria colectiva y en unas imágenes creadas, muchas veces, por quienes también carecen de vivencias personales. En los últimos días se han evocado a modo de argumento escenas de películas, es decir, material de ficción. Por su parte, los medios de difusión se esfuerzan por mostrar imágenes asimilables a otras imágenes que forman parte de nuestro acervo cultural: campos de concentración, columnas de refugiados con sus hatillos a cuestas, casas derruidas, todas las formas imaginables del dolor y la desolación. Pero estas imágenes escalofriantes no sirven para emitir un juicio ponderado, entre otras cosas, porque en este caso, como en otros similares, no es fácil determinar si corresponden a la causa o a los efectos del conflicto. Y aun cuando tanto dolor fuera la causa, siempre podría alegarse, no sin razón, que esta causa es a su vez efecto de causas anteriores, con lo que volveríamos a la indescifrable maraña histórica de los Balcanes. En realidad, existe una causa histórica para cualquier cosa, hasta que sus poseedores deciden enterrarla y dar la deuda por saldada. Pero esta reflexión no resuelve el problema ético de la realidad actual.
Y, sin embargo, alguna postura hay que adoptar. En estos momentos es cuando advertimos la endeblez de unos principios éticos que a duras penas nos sirven para resolver los dilemas cotidianos y con los que ahora hemos de dictaminar, al menos frente a nosotros mismos, sobre un conflicto del que estamos alejados físicamente y también en lo que concierne a unos factores históricos y étnicos difícilmente extrapolables. Queda, claro está, la abstracta solidaridad humana, reforzada por las lágrimas de los niños y debilitada por unos bigotes y unas pañoletas que dan a las víctimas un aspecto algo anacrónico y folclórico. Pilares muy endebles para sustentar el peso de un juicio de valor.
De esta larga digresión no voy a extraer, por descontado, ninguna enseñanza. Sólo señalar la nueva posición del intelectual en su sociedad. Antes los intelectuales decían a las masas lo que tenían que pensar. Ahora esta función ya no es necesaria: la masa se ha descompuesto en un conjunto de individuos que disponen de mecanismos para formarse su propia opinión. A menudo estos mecanismos son precarios y siempre están expuestos a la manipulación; a menudo los individuos se limitan a formarse una opinión bastante superficial de los hechos, visceral y prejuiciada, pero, en definitiva, independiente. Al intelectual le corresponde la función de sembrar la duda, de dar testimonio de la diversidad, de dar ejemplo, con sus perplejidades, de lo inútil y pernicioso de tener las ideas demasiado claras.
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