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De Monòver al exilio

El 29 de marzo de 1939 amaneció soleado en Monòver. Hacia las doce la niña Paquita Marhuenda se asomó por la ventana de su casa. Un ruido extraño había roto la quietud campestre de todos los mediodías en la pedanía de El Hondón y había despertado su curiosidad infantil. Pestañeando al sol cegador, vio un enorme aparato que se acercaba planeando hacia el campo de tierra apisonada que se extendía frente a su huerta. El aeroplano, un bimotor soviético, apagó sus motores antes de tomar tierra. Al mismo tiempo, un coche se acercaba a toda velocidad desde el acuartelamiento del Ejército republicano situado enfrente. Unos adultos con aspecto de gente importante bajaron del avión, se montaron en el coche y se perdieron en la llanura levantando una gran polvareda. Lo cierto es que hacía días que había mucho trajín en el aeródromo de El Hondón, una pista de aterrizaje y despegue improvisada cuatro años antes, cuando un grupo de militares sediciosos había declarado la guerra al gobierno de la Segunda República. En los campos, los labriegos que se habían librado de luchar en el frente se pasaban el mensaje: la guerra había terminado y la causa republicana había sido derrotada. Otros dos aeroplanos había aterrizado a primeras horas de la mañana. Su misión: llevar al exilio en Argel y Francia a los miembros del último Gobierno de la 2ª República y a otras personalidades afectas al régimen democrático. Aunque habían pasado los últimos cuatro años al lado de un aeródromo, las gentes de El Hondón no se acababan de acostumbrar a las maravillas de la aviación moderna. De noche, la llanura donde antes de la guerra germinaba el trigo se iluminaba con cientos de bombillas atadas al extremo de los postes puestos en fila india que delimitaban la pista. En la aldea siempre habían ido de un lado para otro con un candil o un cirio y, con todas aquellas bombillas encendidas a la vez, a los lugareños les parecía que la noche se volvía día. Aquella mañana de marzo, los aviones quedaron parados en la pista. Los chiquillos se acercaron para contemplarlos de cerca y los pilotos los invitaron a subir. Muchos aceptaron, no así Paquita, que era de naturaleza miedosa. Una tocaya suya, mucho más echada para delante, sí subió a uno de los bimotores y pasó la mano por los asientos para comprobar la suavidad del tapizado. El piloto puso en marcha los motores y dio una vuelta por la pista. "Mira que si llega a despegar y ya no volvéis más", les dijo Paquita cuando bajaron. Su madre la reclamó en la mesa. Acababa de negociar el trueque de dos kilos de harina por el pescado y el tabaco que le ofrecía uno de los soldados. Los cigarrillos se los envió a su marido al frente y el pescado lo cocinó para comer. Por la tarde el ajetreo en la base continuaba. Mientras un tractor al que se había adaptado un rodillo apelmazaba la grava de la pista, decenas de camiones y vehículos que habían atravesado Monòver a toda velocidad formaban un reguero que colapsaba el acceso al aeródromo desde la carretera. En algunos de esos coches, en los que procedían de Sax y Elda, habían llegado varios miembros del Gobierno descabalgado por el conflicto. En el resto, cientos de personas que aspiraban a huir de las represalias de los vencedores. Cuando se hizo evidente que en los tres bimotores no había sitio para todos, muchos pusieron rumbo a Alicante para intentar exiliarse por mar. Ese puerto fue el último en caer. Que las tropas rebeldes del general Franco habían ganado la contienda era ya un hecho constatable. La veintena de soldados del acuartelamiento se despojaron de sus armas y uniformes y partieron hacia sus lugares de origen. Los nidos de ametralladoras antiaéreas quedaron vacíos, como la sala de emisoras y los refugios. El primero de los bimotores partió con premura, pues debía hacer escala en Caudete para recoger a más gente. En él viajaba el último presidente democrático de España hasta 1977, Juan Negrín. También voló aquel día, aunque no se sabe si en el mismo avión, el poeta comunista Rafael Alberti. Éste escribiría después que desde el cielo de Monóver el valle era "un gran manchón verde de olivos". Por la tarde partió el avión que había llegado aquella misma mañana. Desde la ventana de su casa huertana, Paquita vio llegar una comitiva de personas que entonces, con nueve años, no conoció y sólo pudo identificar muchos años después, muerto el dictador, en un reportaje sobre el aeródromo emitido por televisión. Entre ellas estaba una mujer con cara de campesina pero ademanes resueltos, como acostumbrada a tomar decisiones. Dolores Ibarruri, Pasionaria, subió las escalerillas del avión aquel día. Entre los olivos descritos por Alberti quedaron los campesinos, temerosos ante un destino que sabían sometido al capricho de los soldados de Franco que no tardarían en llegar al pueblo. Sólo uno de los que esperaban en El Hondón estaba tranquilo: el encargado de aplanar la pista con el rodillo, el único soldado del acuartelamiento que no había huido. Todos aquellos años había guardado un secreto: era un militar que servía en las tropas de Regulares de África al que la rebelión del 18 de julio de 1936 le había pillado de permiso. Cuando llegaron los vencedores, la ruleta de la fortuna comenzó a girar para los habitantes republicanos de Monòver. Unos fueron fusilados, otros encerrados, los más comenzaron a vivir en libertad vigilada. Con las tropas volvió el propietario de la casa convertida en acuartelamiento: Florencio Pérez Hurtado, que ejercía de abogado en Valencia. Recuperó lo que era suyo antes de la guerra, mientras la soldadesca se llevaba los postes de la luz y del teléfono porque hacían falta en otro sitio. Paquita Marhuenda, que todavía vive en la pedanía, no volvió a ver encenderse las luces del aeródromo, hoy convertido en campo de cultivo. De hecho, la pedanía no volvió a tener luz y teléfono hasta la llegada de la democracia. Tras aquel mediodía luminoso de finales de marzo, llegó una oscuridad que duró 40 años.

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