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Tribuna:500 AÑOS DE 'LA CELESTINA'.
Tribuna
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Un universo de ruido y furia

La conmemoración por el Ayuntamiento de La Puebla de Montalbán del V Centenario de la publicación anónima por un editor de Burgos de los 16 primeros actos de la que pronto sería conocida, primero como Comedia y luego Tragicomedia de Calisto y Melibea, festeja el nacimiento de una obra crucial en el desenvolvimiento y plenitud de nuestra literatura y de nuestra lengua: la irrupción en ellas de una voz no sólo singular, sino única en su expresión lúcida, pesimista, auténticamente corrosiva y demoledora de los valores consagrados y cuya lealtad a la ética personal del autor y al lenguaje carecen de precedentes de talla en el canon literario medieval e influyen de modo decisivo en la elaboración del género hispano-escéptico de la picaresca y en la genial invención de Cervantes. Las sucesivas ediciones del libro, con la reproducción en acróstico del nombre del autor, el bachiller Fernando de Rojas, natural de La Puebla de Montalbán, no son sino comienzo de un enmarañado ovillo que, con mayor o menor fortuna, los estudiosos de la obra se han esforzado en desenredar. La segunda impresión de Toledo, con la carta de "El autor a un su amigo", nos revela la existencia de un nuevo escritor -el embozado en el acróstico-, a cuyas manos habría llegado el primer acto, y su "primor, sutil artificio", su "fuerte y claro metal jamás en nuestra castellana lengua visto ni oído" le habrían incitado a continuarlo. El manuscrito hallado, atribuido, nos dice, según unos a Juan de Mena y según otros a Rodrigo Cota, sería así el núcleo seminal a partir del cual el joven bachiller de 23 años habría compuesto la Comedia en "15 días de vacaciones". Declaración sorprendente y que debemos acoger con cautela, con la misma cautela con la que el semienmascarado autor se resguarda de la hidra de la "opinión común" de la época conforme a una estrategia de defensa precozmente aprendida a costa del indecible drama de su familia.

Después de una nueva impresión en Sevilla, la de Toledo en 1504 -hoy perdida- y la de Roma de 1506 -basada en ella- nos presenta la obra que actualmente conocemos: la Tragicomedia de Calisto y Melibea en 21 actos y a cuyo recinto fortificado se agregan nuevas y laboriosas trincheras: las estrofas en las que el autor, "excusándose de su yerro en esta obra que escribió, contra sí arguye y compara", y el prólogo filosófico de inspiración petrarquesca. Por si tantos ardides, bastiones y parapetos no bastaran, la edición de Zaragoza de 1507 añade unas estrofas moralizadoras del corrector de la impresión de Toledo, Alonso de Proaza, así como una "conclusión" a redropelo del autor en la que, para oscurecer aún más el agnosticismo que se rezuma de la Tragicomedia, hace una profesión de fe cristiana y enarbola como colofón su condena de los "falsos judíos".

Si el primer acto procede de Mena, Cota o su hallazgo es un mero artificio del propio Rojas, será siempre objeto de duda y debate. Una abundante bibliografía sobre el tema ventila opiniones contrapuestas sin llegar, no obstante, a zanjarlas. Pero, aunque algunas diferencias de lengua y estilo entre el primer acto y los restantes inclinen a muchos a creer en la existencia de un primer autor, habría que explicar cómo el manuscrito anónimo, redactado decenios antes sin que ningún documento dejara constancia de su existencia, fue a parar precisamente a manos del bachiller de La Puebla y éste pudo desenvolver con tanta ventura, maestría y rapidez sus potencialidades hasta componer en 15 días de vacaciones un monumento literario del magnetismo perdurable de La Celestina. La prudencia escalonada de Rojas es quizá el tramo que conduce a la absoluta anonimia del Lazarillo.

Sea cual fuere la paternidad del embrión literario del primer acto, nos encontramos, en cualquier caso, ante un proceso de desautorización del autor o de diseminación de la autoría que un siglo después culminará en la ingeniería literaria de Cervantes.

Pero lo que en el Quijote es una manera de introducir al lector en el fecundo territorio de la duda y de crear un ámbito novelesco en el que aquél descubra, invente y construya a la par del autor a medida que penetre en el mismo, las precauciones y estratagemas de Rojas obedecen a un designio apremiante: rodear la obra de fosos y cercos protectores a fin de velar su carta subversiva. Este propósito le lleva a disculparse con los nuevos y previsibles detractores de la impresión de 1504 de meter su pluma "en tan extraña labor y tan ajena de mi facultad, hurtando algunos ratos de mi principal estudio, con otras horas destinadas para recreación", en un intento de disminuir y aligerar su responsabilidad con una excusatio propter infirmitatem que, en razón de su insistencia, podría sonar más bien a oídos de la "vulgar opinión" cristiana vieja como una excusatio non petita, accusatio manifesta. La "tensión existencial" de los judeo-conversos y cristianos nuevos, analizada por Américo Castro, les forzaba, en efecto, a cubrirse a medias después de desenmascararse, en un juego continuo de asomos y ocultaciones. En mi ensayo La España de Fernando de Rojas, escrito hace un cuarto de siglo, exponía el cuento de horror, desvelado por Stephen Gilman, de la familia del bachiller de La Puebla: los procesos inquisitoriales de 1485 y 1488 a parientes más o menos próximos en grado del autor de La Celestina, en el segundo de los cuales su propio padre fue condenado por judaizante como millares de sus congéneres en aquellos tiempos de "santo furor" y regocijo público. Los "falsos testigos y recios tormentos" que evoca la vieja alcahueta en su diálogo con Pármeno formaban parte de la experiencia del joven bachiller de un "mundo en perpetua lid y ofensión", sumido en un "litigioso caos" y para quien era indudablemente mejor ser juzgado "por mano de justicia que de otra manera" (VII, I), esto es, a las claras, por la Inquisición establecida en Castilla en 1478. Cuando el desolado Pleberio, en el acto final de la obra, increpa al mundo que en sí le crió -una forma indirecta de increpar al autor de la creación-, la alusión al Santo Oficio es transparente. Delaciones, mazmorras, piras ardientes de los relajados al brazo secular eran elementos integrantes del entorno y del paisaje moral de Rojas. El joven de 23 años sabía por desdicha de lo que hablaba. Este vivir desviviéndose de los conversos, apresados en las mallas de la vigilancia inquisitorial, la posible ruina económica y el desdén social fue la alquitara en la que destilaron unas obras literarias cuyo pesimismo a veces nihilista y angustia existencial las arriman inesperadamente a situaciones mucho más recientes. Parafraseando a Günter Grass -para quien, durante casi un siglo, los judíos crearon la gran cultura alemana y los alemanes arios se aguerrieron en su antisemitismo-, podría decirse con igual ironía, mas no sin fundamento, que primero los judeo-conversos y luego los cristianos nuevos compusieron una mayoría de las obras más significativas de la lengua española de los siglos XV y XVI, mientras que la masa de los cristianos viejos agitaba el espectro del contagio judaico y se consagraba a la animalización del morisco.

Los estudiosos de La Celestina han discutido estérilmente del género al que adscribirla: ¿comedia, tragedia, novela dramática, novela dialogada...? Si va a decir verdad la cuestión es ociosa: La Celestina es una obra irrepetible y única, ajena a toda idea de modelo o género. No es medieval ni renacentista, estoica y moralizadora. Como observó Castro, no pretende prolongar ni desenvolver temas y formas anteriores, sino arremeter contra ellas, destruir las jerarquías sociales y literarias vigentes y trastocar su sentido. Es así la obra más virulenta y audaz de nuestra literatura, pero cuyo afán devastador de no dejar obispo con mitra ni títere con cabeza se compensa con un lenguaje inédito, desinhibido y suelto de un yo individualizado y moderno, liberado de la camisa de fuerza de las convenciones, arquetipos y moldes que anteriormente lo ataban y reducían. Si su influjo, a causa del conformismo castizo del público, no pudo manifestarse en el corral de las comedias en el que triunfó Lope, contaminó en cambio obras del fuste del Lazarillo y La lozana andaluza y favoreció la emergencia del género picaresco de los demoledores de la "negra honra".

Las referencias a Petrarca, el uso frecuente de aforismos clásicos y citas mitológicas griegas, han inducido a historiadores como José Antonio Maravall al error de pretender ahormar una obra, a todas luces inclasificable, de acuerdo con el canon cristiano-occidental y didáctico-cristiano, sin advertir que el acopio de máximas y sentencias grandilocuentes de origen latino que empiedran la retórica libresca de Calisto, Melibea, Pleberio y aun de los sirvientes y prostitutas sirven meramente de cureña o soporte a la descarga de voces vindicativas y ásperas, radicalmente nuevas, cuya posible filiación habrá que buscar, como barruntó Blanco White, fuera de dicho ámbito.

Una obra de la índole de La Celestina sólo puede ser juzgada conforme a sus propias hechuras y éstas no son precisamente latinas ni cristianas, aunque el joven bachiller luciera como "orfebrería dérmica" (expresión acuñada por Severo Sarduy) una paremiología envidiable. En cualquier caso, el problema de las fuentes no debe ser el ojo de manantial que nos impida ver el flujo fecundador del arroyo o río. Junto a Ovidio, Petrarca, el refranero y Pamphilus, Rojas demuestra conocer, al menos de oídas, a Avicena y Averroes, así como los versos satíricos de Rodrigo Cota y otros judeo-conversos y su admirable creación de la figura de Celestina no habría sido posible sin la tradición árabe, bien arraigada en España, de la alcahueta trotaconventos.

La prehistoria de La Celestina no es comprensible sin la del propio Fernando de Rojas: el desplome de la cúpula familiar, el celo purificador del Santo Oficio y la atmósfera de descontento, agravio y nihilismo de las aljamas peninsulares. Alain de Libéra y Márquez Villanueva han expuesto de forma esclarecedora la difusión del racionalismo averroísta en el Occidente cristiano a lo largo de los siglos XIV y XV y su influjo impregnador en la filosofía hispano-hebrea. Enfrentados a la precariedad y lobreguez de un presente que entenebrecía el futuro y lo ponía en picota, judíos, marranos y judeo-conversos abrazaban a menudo un amoralismo individualista que traducía su escepticismo con respecto a los valores comúnmente acatados por sus paisanos. Un simple recorrido por las páginas de la Tragicomedia nos permite espigar numerosos ejemplos de este materialismo y consiguiente incredulidad en los castigos y recompensas eternos.

Dicho agnosticismo iba a convertirse a partir de 1480, tras el levantamiento oficial de la veda, en uno de los blancos más señalados de la jauría inquisitorial. A los jóvenes judeo-conversos de la generación de Fernando de Rojas les cupo vivir la experiencia cruel de una sociedad despiadada e inicua, en la que los presuntos valores oficiales de la defensa de la fe mostraban como la otra cara de la moneda cárceles, torturas, confiscaciones, autos de fe, sambenitos y padrones de ignominia trocados, como diría un siglo más tarde fray Luis de León, en "generaciones de afrenta que nunca se acaba". La parte inmersa de la asombrosa madurez artística de Rojas fue su experiencia previa de hijo de una familia holgada, precipitada de pronto a los abismos de la infamia y desolación. En un universo abocado a un "amargo y desastrado fin", los seres humanos vivían a descubierto, sin protección ni providencia algunas, sujetos tan sólo al determinismo de unas pasiones extrañas a toda regla moral o aquerenciadas, como dirá Marx, en las "aguas heladas del cálculo egoísta". Esta filosofía desesperada y negativa que vertebró la vida y muerte de otros pensadores judíos, como el portugués Uriel de Costa (1585-1646), nos suena hoy moderna y a veces kierkegaardiana, y si Unamuno hubiese consagrado su talento al páramo existencial de La Celestina, habría podido añadir sin duda un capítulo convincente a su peculiar percepción del sentimiento trágico de la vida. Del desquite interior y afán de subversión tanto social como artístico de Fernando de Rojas brota, en efecto, con intensidad, la perenne modernidad de la obra. Cinco siglos después de su primera impresión, la Tragicomedia retrata, con una lucidez y precisión inquietantes, el universo de caos y litigio con el que bregamos. Privada del "delicioso yerro de amor" del que gozara casi un mes, Melibea concibe su suicidio como un "alivio" y "descanso", como un "agradable fin", sin parar mientes en que la condena eclesiástica del mismo la aparta para siempre de la beatitud de los bienaventurados. En cuanto a su desconsolado padre, Pleberio, la muerte de su única hija le enfrenta a una irremediable soledad. "Del mundo me quejo, porque en sí me crío", exclama, y, ajeno a toda resignación religiosa, lo apostrofa con acerba dureza en uno de los párrafos más bellos y conmovedores de la obra.

¿Puede hablarse tras ello de didascalia cristiana y de estoicismo a lo Séneca? Como su suegro, Álvaro de Montalbán, procesado dos veces por la Inquisición a lo largo de su vida, Fernando de Rojas pertenecía a ese grupo de conversos que había perdido la fe de sus antepasados sin recibir no obstante la gracia de la ley nueva que con tanta crudeza se les imponía. En tal brete existencial, un joven dotado de su genio literario no podía sino abalanzarse a los muros de la sociedad y el lenguaje hasta derribarlos y edificar con las ruinas su Tragicomedia.

Las únicas leyes que rigen el universo de ruido y de furia de La Celestina son las de la soberanía del goce sexual y el poder del dinero. Desde su encuentro casual con Melibea en la huerta, Calisto proclama la prioridad del placer de los sentidos respecto a cualquier recompensa ultraterrena. Ningún precepto divino ni norma humana le impedirán "estragar" con sus "desvergonzadas manos" el "gentil cuerpo y delicadas carnes" de su arrebatada presa.

Las cínicas observaciones de Celestina sobre el hecho de que "ninguna diferencia habría entre las públicas, que aman, a las escondidas doncellas, si todas dijesen "sí" a la entrada de su primer requerimiento" (VI), dado que "cosquillositas son todas, mas después que una vez consienten la silla en el envés del lomo nunca querrían holgar" (III, 1), se ajustan a la fatalidad de unas pasiones que enhebran el hilo argumental de la Tragicomedia. Tras lamentarse del "riguroso trato" de Calisto ("no me destroces ni maltrates como sueles" (XIX, 3) en una escena de triple coyunda que da una "dentera" a su criada Lucrecia similar a la de la "puta vieja" ante los retozos y juegos de cama de Pármeno con Areúsa, Melibea no duda en confesar: "Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visita incomparable merced".

Celestina iguala así, con sus artes de corredora del "primer hilado", a prostitutas y nobles, borra la desemejanza entre unas y otras, derriba las murallas existentes entre la mansión familiar de Pleberio y la casa llana, atropella las jerarquías establecidas. Muy significativamente, Fernando de Rojas pone en boca de Areúsa y de Melibea una misma y reveladora frase: "Desde que me sé conocer" (IX, 2) y "después que a mí me sé conocer" (XVI, 2). Conocimiento ligado, como es obvio, al de las leyes ineluctables del cuerpo, a la igualdad radical de toda la especie humana y a la furia ciega de las pasiones.

Américo Castro, María Rosa Lida, Stephen Gilman y otros estudiosos de La Celestina han contribuido a deshilvanar las costuras con las que el bachiller de La Puebla arma prudentemente el paño de la obra. Las referencias un tanto crípticas a la "limpieza de sangre" de Melibea y al "alto nacimiento" de Calisto se nos aclaran en cuanto calamos en la prehistoria de la Tragicomedia, que es la del propio Rojas. En el momento mismo de la conquista de Granada y el descubrimiento del Nuevo Mundo -cuando la realidad parece someterse al imperativo religioso y guerrero de los españoles-, la soledad, el silencio y oscuridad en los que se refugia Calisto resultan a primera vista incomprensibles. Como escribe Julio Rodríguez Puértolas, "ante esta historia y este presente, percibimos que algo ha ocurrido, que ha habido una dislocación entre el modo de vida anterior de la familia y el modo de vida actual de Calisto. Algo poco feliz, sin duda. Pues, ¿es objetivamente normal que un joven de ventitrés años, de la gallardía física y cualidades de Calisto, se comporte como él hace?".

El ánimo apartadizo de Calisto, su retraimiento de la sociedad urbana que le rodea y a la que sólo se asoma de hurtadillas y a cubierto de la noche transparentan en filigrana el de numerosos judeo-conversos sobre quienes se ha abatido, como un ave de presa, la persecución y acoso inquisitorial a sus vidas y haciendas.

Las frecuentes menciones a la limpia sangre, el linaje y la honra que salpican la obra satírica de judeo-conversos del siglo XV de tan vario registro como Antón de Montoro y Juan Álvarez Gato y, con posterioridad a Fernando de Rojas, la de una amplia gama de escritores que abarca del autor anónimo del Lazarillo y Francisco Delicado a fray Luis de León, Alemán y Cervantes, brotan asimismo con mordacidad y sarcasmo de labios de los personajes socialmente inferiores de la Tragicomedia.

Las difíciles condiciones de vida de los judíos y conversos, progresivamente agravadas a lo largo del siglo XV con los pogromos en distintas ciudades de la Península y el triunfo de Isabel contra los partidarios de Juana la Beltraneja son objeto también de condena.

Los ataques al clero y, a través de éste a la Iglesia, menudean también en las páginas de la Tragicomedia: desde la moza encomendada a Celestina por un fraile ventripotente al encargo de restaurar a toda prisa la virginidad de la novia entregada por ella el día de Pascua a un canónigo racionero, las andanzas de la "puta vieja" por "misas y vísperas" de monasterios de ambos sexos en donde laborea sus "aleluyas y conciertos" se encuadran en una tradición de tercería bien conocida cuyos orígenes árabes ha sentado en bases muy firmes Francisco Márquez Villanueva.

Celestina es una profesional que lleva la cuenta exacta de los "virgos que tiene a cargo", los "mejores encomendados" y los canónigos "más mozos y francos". Pero a su alta conciencia del oficio, compartida con otras predecesoras literarias, Rojas agrega unos trazos y rasgos sombríos -prácticas brujeriles y una apariencia repulsiva casi fantasmagórica- que, ajenos a la tipología anterior y al campo de una moral binaria, se extienden, como en Goya, a zonas más hondas y oscuras. Del mismo modo que los monstruos y pesadillas del subconsciente goyesco abandonan sus hoscas guaridas y cobran de pronto ante nuestros ojos una precisión a la vez siniestra y tangible, la aparición de Celestina en el templo, en plenos oficios, parece arrancada de uno de los grabados o aguafuertes del autor de los Caprichos y Disparates.

Hablar a propósito de la Tragicomedia de descubrimientos y conquistas artísticas comparables a los de Cervantes, Velázquez o Goya no peca en modo alguno de exagerado. La cultura española no sería lo que es sin el Quijote, El libro del buen amor y La Celestina. El embate de Rojas a los códigos y convenciones sociales de su época se lleva a cabo en un lenguaje alacre en el que la virulencia del ataque se expone en unos términos que sentimos y vivimos como nuestros, en este presente intemporal del que nos habla Bajtín. El bachiller de La Puebla juega con maestría con los distintos registros del habla, roza la obscenidad sublime, decanta la crudeza, acelera vertiginosamente el ritmo, engarza argumentos y frases como cuentas o perlas, las atropella, parece jadear y convierte la materia verbal en un organismo prodigiosamente vivo.

Hace veinticinco años connoté el escepticismo radical del bachiller de La Puebla en las virtudes morales y sociales del ser humano con el universo nihilista de Sade. No andaba errado en ello, pero la lectura de la Tragicomedia en las presentes circunstancias me mueve a considerarla en correlación a otras doctrinas y hechos más próximos y acuciantes. Cierto que, como señala Rodríguez Puértolas, existen algunos puntos de fulgor en la obra. Pero estos pequeños claros en un universo regido por el poder del goce y el goce del poder no contribuyen sino a potenciar el tenebrario del cuadro. Las pasiones e impulsos destructivos descritos por Fernando de Rojas son los mismos de hoy.

Leer La Celestina en el desconcierto internacional subsiguiente al desplome de la ratonada utopía comunista y al triunfo avasallador del credo ultraliberal más extremo no incita, desde luego, al optimismo. Las frecuentes referencias de los personajes al mundo como "mercado" o "feria" en los que personas y mercancías "tenidas cuanto caras son compradas; tanto valen cuanto cuestan", y la desgarradora invectiva de Pleberio al mismo ("e ventas y compras de tu engañosa feria") cobran un significado turbador si las confrontamos con el continuo e imparable declive de los valores humanistas, solidarios y democráticos en una Aldea, Tienda o Casino Global regidos por poderes incontrolables y cuya única ley es también la inmediatez del provecho.

¿Es la vida humana un elemento exterior a las leyes del mercado o únicamente un producto más, comerciable y vendible, del frío e inmisericorde entramado económico? A la pregunta angustiada que nos planteamos ante las crecientes desigualdades, tropelías y saqueos de un orbe de recursos limitados en el que sólo los poderosos y sus peones sin escrúpulos parecen tener futuro, una cala profunda en el universo de La Celestina nos golpea con un duro e inexorable negativismo: la naturaleza y sus leyes ciegas nos reducen a mera mercancía desechable en un mundo inicio y sin Dios.

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